jueves, 30 de noviembre de 2006

Paseo por el Parque

Paseábamos por el parque; era verano, y la luna era un enorme círculo brillante en medio de la noche. Las estrellas brillaban como hielo picado, y la brisa del mar nos acariciaba con dedos sensuales. Andábamos despacio, hablando de todo, mirándonos a los ojos, como dos amantes que aún no se habían amado, pero que sí lo hacían en silencio.

Quedaba poca gente paseando, y decidimos pararnos, y sentarnos en el césped. Atravesamos una pequeña isla de vegetación, para escondernos de las miradas de aquellos que aún rondaban por allí, y acabamos sentados en la hierba, entre dos palmeras que se arqueaban, una hacia la otra, como si quisieran rozarse con sus ramas.

No dejabas de mirarme; me mirabas profundamente, a los ojos, intentando averiguar que había detras de ellos, buscando el devenir de mis pensamientos, y eso me ponía nerviosa. El pulso me temblaba ligeramente, y si te hubieras fijado, habrías visto como la luz del cigarrillo temblaba con cada latido de mi corazón. De pronto, te quedaste callado, casi sin respirar. Te pregunté si ocurría algo, y me dijiste que sí, que algo te ocurría, algo que no te dejaba vivir desde hacía tiempo, algo que te apretaba el pecho y que necesitabas sacar para poder seguir viviendo.

- ¿Qué es lo que te ocurre?- te volví a preguntara; tenía miedo de la respuesta, tanto que deseé que te quedaras callado.

- Te deseo.

- ¿Cómo? - Me dejaste desconcertada, no esperaba esa respuesta de todas las que tenía en mi mente.

- Sí, te deseo, te deseo desde el dia que te conocí, deseo que seas mía, hacerte mía, y yo ser tuyo...

Te acercaste lentamente, despacio, con miedo, como los niños se adentran en la oscuridad. Y me besaste, el beso más dulce que jamás me dieron; casi no fue un beso, el amago de una caricia con tus labios, la sombra de un mordisco, el atisbo de algo más.

Y te besé, apreté mis labios contra los tuyos, desesperada, fuertemente, intentando que mi boca fuera la tuya, que mis labios se soldaran a los tuyos, y permanecer así para siempre, amarrada a tí. Tu saliva me embriagaba, dulce como el almíbar, pero venenosa, una droga que estaba llegando a mis venas, y que sabía que siempre querría más.

Poco a poco, nos fuimos dejando caer sobre el césped. Lentamente, nuestros cuerpos cayeron hasta descansar sobre la hierba fresca, ocultos de los ojos de la gente, escondidos tras una fina gasa de oscuridad; a pesar de eso, nosotros sí podíamos verlos a ellos, oíamos sus pasos, sus charlas, aunque sonaban lejanos, como ecos de otro planeta.

Rodamos abrazados, dejando que el agua condensada en el césped nos mojara, mientras nos abrazábamos con pasión, apretando nuestros cuerpos, uno contra el otro, en una batalla en la que no habría vencedores ni vencidos, sólo combate. Empezaste a besar mi cuello, mis párpados, mis hombros, primero con suavidad; pero la lujuria, el deseo, el ansia, se iba adueñando de tí, y yo me dejaba hacer, era tu cena, mordiendo mis labios, clavando mis uñas en tu espalda bajo tu camisa, desesperada por gritar que no pararas, que siguieras más y más...

Casi sin darme cuenta, bajaste los tirantes de mi vestido, dejando al descubierto mis pechos; estaban duros, pétreos, y mis pezones te miraban fíjamente, desafiándote, un desafío que afrontaste, devorándolos, enroscando tu lengua en ellos, chupándolos, dejando mi piel brillante con tu saliva, y arrancándome ronroneos de gata. Yo te cogía del pelo, y apretaba tu cabeza contra mi cuerpo; hubiera querido que tu carne y la mía se fundieran, que nuestras células se mezclaran, en un cokctail de placer y deseo que me emborrachaba.

Seguías viajando por mi cuerpo, describiendo caminos de placer con tu boca, con tus dedos, arterias de sensualidad, carreteras atascadas de pasión, bajando lentamente por mi vientre, rodeando la glorieta de mi ombligo, retardando la llegada a mi vientre, candente, volcánico, esperándote, húmedo y brillante. Mis manos buscaban tu cuerpo, ansiaban tocarte, enroscarse en el vello de tu pecho, arañarte, quebrar tu carne para hacerla mía, traerte a mi boca para devorarte sin prisas; sólo alcanzaba a acariciar tu sexo por encima del pantalón, pero ese simple contacto electrizaba mis sentidos, al notarlo tan duro, tan fuerte, sólo para mí...

Hincaste tu cabeza entre mis muslos, y arrancaste un gruñido salvaje, que me nació en lo más profundo de mi ser; tus dedos entraban y salían de mí, arrancando sensaciones que jamás había sentido. Tu lengua y tus labios me mataban, succionaban mi sexo, mi clítoris, y mi humedad mojaba tu cara; tu te relamías, no dejabas escapar ni una minúscula gota, lo querías todo para tí, cada partícula de mi carne, cada átomo de mi cuerpo, y yo te lo daba todo, por entero para tí.

Arqueaba mi espalda, recorrida por la electricidad del orgasmo que se acercaba, inexorable, huracanado, rápido y violento, cayendo sobre mí como una lluvia de agua templada, golpeándo mi conciencia hasta casi noquearla, sintiendo vibrar mi sexo, agitarse alrededor de tu boca, rodeando tus dedos. Tiré de tus pelos hacia mí, acercándote a mi boca, degustámdote, para tirarte sobre el cesped. Me mirabas entre sorprendido y divertido, pero cambiaste la expresión de tu rostro, cuando dejé al descubierto tu sexo, erguido, hinchado, latiendo al compás de tu corazón.
Miré hacia todos lados, asegurándome de que seguíamos escondidos de los ojos de los paseantes, y me lancé sobre tu sexo, abrí mi boca y deslicé mi lengua desde la base hacia arriba, como una niña que devora con deleite su helado, derretido por el calor. Lentamente, ascendía y descendía, mientras tú sólo acertabas a agarrarte a la hierba, arrancando pequeñas briznas que la brisa se llevaba rodando, imitando a nuestros cuerpos. Sentía tu calor quemándome los labios, abrasando mi lengua, pero no podía parar; abrí mi boca y comí, chupé, mordí, succioné, apretando con fuerza, mientras mis manos te acariciaban, arriba y abajo, en un ascensor que te llevaba al ático del placer. Gemías con fuerza, y yo me sonreía pensando en si nos escucharían, pero eso no importaba, nada importaba, no había más mundo ni más universo que tú y yo.

Quería tenerte dentro de mí, notarte profundamente en mí, así que decidí que serías mi potro salvaje; separé mis muslos y me dejé caer, en un sólo golpe, sobre tí, clavándome hasta las entrañas tu sexo, sintiendo que abrias mi cuerpo en dos, que me descomponía en mil pedazos, y que cada uno de esos trozos orbitaba a tu alrededor. Mi cuerpo subía y bajaba sobre el tuyo, lenta y pausadamente. En ese momento, los aspersores del riego comenzaron a funcionar, y el agua, templada por el calor del verano, empezó a caer sobre nosotros; yo estaba empapada por fuera y por dentro, y no dejaba de reir mientras montaba sobre tí, mi pequeño potro, trotando mientras la lluvia me empapaba, pegando la tela de mi vestido a mi cuerpo como una segunda piel; mi melena caía mojada sobre mi cara, y las gotas de agua se deslizaban por mi pelo, dándome el aspecto de una fiera, salvaje y seductora, radiante, hambrienta, que aceleraba sus movimientos, moviéndome en círculos sobre tí, hacia delante y hacia atrás, apretando mi sexo sobre el tuyo, chupándolo como antes había hecho mi boca.

Tus manos separaron mis nalgas, y tus dedos comenzaron a jugar entre ellas, llenándome de más carne, más de tí; todo aquello me estaba superando, no me sentía dentro de mi cuerpo, sino fuera de allí, en un limbo de placer, de gemidos, de sensaciones que me erizaban hasta el último de mis cabellos. Seguí acelerando, ya no trotaba sino que galopaba, golpeando con la toda la violencia de la que era capaz mis caderas contra las tuyas, dejándome caer sobre tí para atravesarme por completo, para que tu sexo llegara hasta el último confín del mío, mientras sentía la llegada de un nuevo orgasmo, una nueva oleada de calor, una riada de fuego que me sacudía por completo, levantándome del suelo, rompiendo mi espalda, acompasado con tu llegada; noté como tu sexo se derretía dentro de mí, como el chocolate, dulce y caliente, inundándome de tu simiente, saciando la sed de mi sexo, embotando mis sentidos, derrumbándome sobre tu pecho, lloviendo dentro de mí, mientras el agua me diluía sobre tu piel.

martes, 28 de noviembre de 2006

Una fantasia

Tras mucho esperar, y soñar en solitario, llegó el día en que me crucé contigo. Era un bar de copas, un sábado por la noche, y estaba abarrotado de gente, que entraba y salía sin parar. Me sorprendí al verte hablar con otras mujeres, supongo que amigas tuyas, formando un pequeño grupo en un rincón. Yo y mis amigos estábamos apoyados en la barra, esperando a que algún camarero se dignara a hacernos caso. En estas estaba yo cuando te ví; fue una sorpresa total, no esperaba encontrarte; el azar nos puso un día en contacto y de nuevo nos puso a uno ante el otro.

Al principio no te diste cuenta, pero una amiga tuya te dijo algo al oido, seguramente que había un tipo que no te quitaba ojo de encima... y ese tipo era yo. Y era para no quitarte ojo; estabas espectacular con tu vestido negro, tu escote, tu peinado, y sobre todo tu sonrisa, que iluminaba aquel rincón del bar. Me viste, sonreiste y bajaste la mirada, como avergonzada. Aquello me dió más valor, el justo y necesario para acercarme a tí. Esquivé al personal que entraba y salía sin cesar, hasta que llegué a tu altura. Tus amigas me observaban con atención, como esperando cual era el próximo movimiento que iba a hacer. Sus miradas pasaban de mí a tí, de tí a mí, entre sorprendidas y divertidas.

Te saludé, con la naturalidad del que te conoce, y te dí dos besos, uno en cada mejilla, pero cerca de la comisura de los labios, muy cerca, para ponerte un poquito nerviosa, jugando a un juego peligroso... Te invité a una copa, y me acompañaste a la barra. Charlamos de las casualidades de la vida, de lo pequeño que era el mundo, pero había demasiados silencios, lapsos de tiempo en los que no cruzábamos palabras, pero en los que nuestros ojos hablaban por nosotros, diciendo más si cabe que nuestras bocas.

Cuando quisimos darnos cuenta, tanto tus amigas como mis amigos habían desaparecido. No sabíamos donde estaban, y quizás tampoco nos importaba; lo realmente importante en aquel momento era que al fin estabamos juntos, dentro de la misma habitación, entre las mismas cuatro paredes, y el resto carecía de importancia.

Y ahora que, parecias preguntarme con los ojos, ahora que hacemos, donde vamos... Te dije que si te apetecía dar un paseo, hablar mientras caminábamos. Asentiste y salimos del bar. Hacía una noche espléndida, a juego contigo; hacía algo de calor, pero la brisa del mar refrescaba un poco el ambiente. Casi sin darnos cuenta, nuestros pasos nos llevaron hasta la playa, nos descalzamos y anduvimos por la orilla, justo donde las olas morían en la arena. Te paraste y te me quedaste mirando, clavando tus ojos en los mios; me entraron los nervios, y mi pulso comenzó a desbocarse. No sabía que hacer, si hablarte, mirarte, o darte el beso que llevaba tanto tiempo soñando con darte. Me acerqué lentamente, te tomé entre mis brazos, despacio, y dejé que mi boca se pegara a la tuya; suavemente, mordia tus labios con los mios, saboreando cada centímetro de tu boca, deleitándome con el dulzor de tu saliva, enroscando mi lengua alrededor de la tuya, mientras te apretaba aún más fuerte a mí, cada vez mas fuerte.

No sé cuanto tiempo pasó, ni me importa, sólo sé que te tomé de la mano y nos escondimos en un rincón apartado de la playa, alejados de ojos indiscretos. Nos abrazamos, tumbados en la arena, sin importarnos nada ni nadie. Nos besábamos con ansia, con frenesí, como si no hubiera un mañana, como si no hubiera un ayer. De tus labios pasé a tu cuello, tu barbilla, tus párpados, tus orejas; quería besarte por todas partes, saborear cada rincón de tu cuerpo. Tú me respondías con tu respiración, entrecortada, acelerada, con tus gemidos, suaves y aterciopelados, y cada respuesta tuya me daba alas para seguir volando por tu piel.

Mientras te besaba, mis dedos, temblando, iban desabrochando tu vestido, con toda la torpeza del mundo; pero poco a poco, tu cuerpo fue quedando ante mis ojos, espléndido, resplandeciente bajo la luna, cegador, apetecible, un puro deseo. Mi boca no dejaba ni un poro de tu piel por besar, mientras mis manos viajaban, reptando suavemente, acariciando con la punta de los dedos tus labios, tus mejillas, tu cuello...

No podía más, estaba sediento y hambriento, y mi boca llegó hasta tus pechos; los devoré con ansia, intentando abarcar todo lo posible dentro de mí. Jugueteé con tus pezones, rozándolos con el filo de mis dientes, envolviéndolos con mi lengua, haciéndolos crecer dentro de mi boca. Y crecieron, hasta apuntarme como dedos acusadores, duros, formidables arietes que taladraban mis labios, carne cálida y jugosa que no era capaz de saciar mi hambre de ti.

Mi lengua describía un húmedo camino a través de tu piel, bajando desde tu pecho a tu vientre, dibujando espirales en tu ombligo, y buscando el calor de tu más dulce y oculta intimidad; poco a poco, podía percibir el aroma de tu excitación, inundándome, atrayéndome con fuerza, arrastrándome sin posibilidad de escapar. Paseé mi lengua por encima de tu ropa interior, la última puerta que me separaba de la cámara del tesoro que tanto ansiaba tener en mi poder. La retiré con los dedos, suavemente, y separé tus muslos, para atrapar tu sexo en mi boca.

Húmedo, caliente, abrasador, me quemaba los labios, me mojaba y se derretía, sólo para mí. Separé los labios lentamente, pra dejar al descubierto tu clítoris, y atraparlo en la carcel de mi boca. Lo chupé con la voracidad de un niño hambriento, endureciéndolo, arrancándote gemidos de placer, satisfaciendo la locura que se apoderaba de mi lengua, tililando con rapidez, martilleando con ritmo y sin pausa. Entraba dentro de ti cada vez más, sorbiendo tu dulce néctar, embriagado de tu sabor y de tu olor, intentando llegar tan dentro como me fuera posible. Notaba como te acercabas al extasis, galopando sobre un orgasmo salvaje; pero yo no quería que llegara aún, tendrías que sufrir un poco más, para poder explotar por completo.

Me separé de tí, desnudándome, haciendo patente mi excitación. Me tendi a tu lado, y te tomé de las manos, para que te subieras sobre mí. Quería que me galoparas, que me montaras, que fueras la amazona y yo el potro salvaje y desbocado que te llevara adonde quisieras. Lentamente, te dejaste caer sobre mí, notando como mi sexo entraba en el tuyo, abriendose paso con lentitud, pero sin pausa, llenándote; tu cuerpo absorbía al mio, lo atrapaba, y en cada movimiento tuyo sentía que estaba más dentro de tí, más si cabe, y más quería estar. Acelerabas, no trotabas, sino que galopabas, golpeando con violencia, con furia desmedida, moviendo tus caderas en hélices frenéticas que me embargaban de un placer infinito. Nos fundiamos, eramos uno solo, una sola carne y una sola sangre, acompasados en nuestros movimientos.

No podíamos más, lo notábamos llegar, tu el mio y yo el tuyo, y eso nos hizo apretar los dientes, acelerar hasta el límite de nuestras fuerzas, para dejarnos llevar por la brutalidad del orgasmo que se acercaba inexorable. En un segundo, cielos y tierra se unieron, en un destello de placer que hizo arquear mi espalda, que hizo temblar tu cuerpo, y derrumbarnos sin ápice de fuerza en la arena, abrazados, sudorosos, felices....

Quien soy, que quiero...

Te preguntas quien soy.

Soy la sombra que te desnuda en tus sueños, la mano que acaricia tu pelo, el aliento que calienta tu piel, los labios que te besan sin descanso, bucando tu gemido, añorando el néctar de tu sexo.

Te preguntas que quiero de tí.

Quiero que tus dedos, mientras leas, hagan lo mismo que los míos, mientras escribía. Quiero penetrar en tus sueños, y que penetres en mi mente, que tu cuerpo y el mío se fundan en uno solo.


No te preguntes quien soy, tan solo pregúntate quién quieres que sea...

No te preguntes qué quiero, pregúntate tan sólo que quieres de mí...