miércoles, 27 de diciembre de 2006

Bella

-No vuelvas a decirme que no te ves guapa.

-Pero es la verdad, no me veo tan bonita como tu dices...

Ella le hablaba al móvil, sintiéndose muy triste. Llevaba horas buscando un vestido para un compromiso, y ninguno le quedaba bien. Se veia fea, estropeada; se acordaba de cuando tenía veinte años, y su figura era la envidia de sus amigas. Ahora, todo eso desapareció, por mucho que él le dijera lo contrario cada día. Su marido tampoco se fijaba en ella, no se sentía deseada; el sexo era un trámite que cumplir, como las facturas de la luz o los recibos del teléfono.

Desde que lo conoció, no paraba de decirle lo bonita que era, lo hermosa que la veía, y ella no le creía. Sí, se sentía adulada, claro que sí, pero no terminaba de creerle. Él le contaba que la deseaba, que se excitaba con solo verla, aunque fuera en una pequeña foto que ella le envió hacia semanas. Pero no podía ser cierto, no podía serlo, porque sus ojos no mentían, y lo que veía no era nada excitante ni maravilloso.

- Dime donde estás ahora, cielo.

- En un centro comercial, buscando un vestido y todo me queda fatal.- Estaba al borde de las lágrimas; todo el paso de la tristeza le cayó de golpe sobre los hombros, sintiéndose la mujer más fea del mundo.

- Mi niña, no estés triste... por favor, no estés triste...

- No puedo remediarlo.

- Sí que puedes; si pudieras verte como te veo yo... ¿tienes alguna tienda cerca?

Ella giró la cabeza, examinando la planta del centro comercial; a pocos metros, una tienda de modas le llamó la atención, con su escaparate para chicas delgadas, de cinturas estrechas y pechos pequeños.

-Sí, hay una aquí al lado.

- Bien - ordenó él - quiero que entres, cojas algo y te metas en un probador.

- Pero, ¿para qué?

- Hazme caso, por favor, hazlo por mí. Cuando lo hayas hecho, vuelve a llamarme. - Y colgó.

Ella se quedó un tanto desorientada. Siempre la sorprendía con algo, pero aquello era demasiado extraño, incluso viniendo de él. Entró en la tienda; se sentía como la madre, no, como la abuela de todas las chicas que entraban y salían de los probadores, como la abuela de las dependientas, ellas, tan monas, tan arregladas, tan delgadas. Y ella, con la anchura de caderas que dan el tener hijos, con los pechos ya algo caidos, y sobre todo, con sus ojeras, con la pesadumbre de su cara, que la hacía parecer mucho más mayor que sus cuarenta y dos años.

Esperó a que uno de los probadores quedara libre, con una falda vaquera en las manos. Todo eso era una locura, ¿qué demonios iba a hacer él? Tampoco podía estar toda la tarde esperando y dando vueltas, así que se dijo que si en un ratito no quedaba ninguno libre...

En ese instante, una de las cortinas se abrió, y del probador salieron dos veinteañeras riendo a carcajadas. Sintió envidia de su felicidad, de la despreocupación hacia el futuro del que hacían gala. Entró en el probador y marcó su número; ojalá no pueda cogerlo, pensó, ojalá esté ocupado y pueda irme a casa, esconderme de los demás...

- Hola, amor... espero que me hicieras caso, y estés en un probador.

- Sí, aqui estoy, aunque no se bien que hago aquí.

- Bien, ahora quiero que te mires al espejo y que me digas que ves.

- Qué voy a ver, una cuarentona estropeada y...

- Shhhh, no digas eso. Lo primero que debes hacer es sonreir, porque seguro que no estás sonriendo... anda preciosa, sonrie, sonrie para mí.

Y ella sonrió; al principio, débilmente, pero luego, recordando sus cosas, sus piropos, sus tonterías, agrandó su sonrisa.

- Mejor, mucho mejor. así te veo yo siempre, ¿sabes? Cuando sonries, te brillan los ojos, y te pones preciosa...

- Anda tonto, que eres un tonto.- Pero eso la hacía sonreir más; incluso, un leve rubor comenzó a teñir sus mejillas de rojo.

- Ahora quiero que te quites la blusa, despacio, mirándote mientras lo haces...

- Desde luego estás loco.

-Sí, pero por tí... hazme caso, mi niña, hazlo.

Y ella desabrochó su blusa, lentamente, botón a botón.

- ¿Y ahora?

- Quítate el sujetador.

- Pero...

- Sin peros, por favor, hazlo por mi, princesa.

Sus manos buscaron a ciegas el cierre del sujetador, dejando al descubierto sus pechos. Ella los miró triste, viendo como la edad y los hijos le habían hecho perder la dureza y altivez de antaño.

- Me encantan tus pechos, lo sabes, ¿verdad? Si estuviera ahí los acariciaría con lentitud, como a tí te gusta. Por eso quiero que lo hagas por mi, que seas mis manos y mis ojos.

- Anda ya, que va, ¿cómo voy a hacer eso, aquí, en un probador?

- Porque yo estoy viendote desde mi despacho, en mi mente, y quiero ser tú, quiero tocarte y verte, amor...

No sabía por qué, pero le hizo caso. Dejó que su mano cayera desde el cuello hacia sus pechos, lentamente, casi sin querer, deslizando sus dedos entre ellos, rodeando sus pezones. A pesar de la situación, o quizás debido a ella, sus aureolas se endurecieron, y su respiración se agitó de forma imperceptible.

- Muy bien, lo haces muy bien... vuelve a mirarte... ahora estás más hermosa aún, te empiezan a brillar los ojos, y tu lengua humedece tus labios.

Era casi increible, pero era como si la pudiera ver. Era cierto; tenía los ojos brillantes, la cara encendida, y la respiración algo acelerada. Un asomo de placer comenzaba a llenar su corazón.

- Bien, ya está bien de juegos...

-No - le interrumpió - esto no acaba más que de empezar. Termina de desnudarte por completo, para mí. Mira el espejo, y seré yo quien está delante tuya, no un trozo de cristal. Soy yo quien te acompaña...

De locos, aquello era de locos, pensaba mientras desabrochaba la falda, una locura, mientras la dejaba colgada de una percha. Pero aquella locura le gustaba, le sacaba de su anodina existencia, y la hacía sentir más viva, más mujer.

- Que hermosa eres, amor... Sigue acariciándote y dime qué haces.

- Ahora paso mi mano sobre mi vientre, y bajo a mis bragas. ¿Sabes? Están un poco húmedas.

- Lo sé, porque yo también lo siento... sigue, no te pares...

- Meto mi mano por dentro de las bragas y me acaricio... es... ohhh, es tan... mmm... quisiera que estuvieras aquí...

- Lo estoy, amor, y te acompaño, yo también me acaricio, mi niña.

Ahora la respiración no era agitada, sino que hablaba casi en susurros, mientras sus dedos paseaban arriba y abajo de su sexo, alrededor de sus labios, mojándose de su humedad, creciente a cada momento. Su clítoris engordaba y crecía, lo notaba duro u lo atrapó entre la yema de sus dedos.

- Ohh, dios, esto es de locos, no sé que hago...

- Mírate, obsérvate, mira lo preciosa que eres...

Ella se miraba en el espejo, veia su sexo hinchado, húmedo y brillante. Veía su cara de placer y lujuria, y eso la ponía aún más. No podia resistir la tentación, y puso su pie encima de una pequeña banqueta, abriendo su sexo, para introducir lentamente, uno, dos, tres dedos, que la llenaban de la carne que necesitaba.

- Oh, amor, dios... te necesito ahora aquí.

- Me tienes ahí, dentro de tí, ahora, no te pares y sigue mirándote... no hables, solo quiero oir tu respiración, amor, solo eso...

Sus dedos aceleraban, entraban y salían con fluidez, y pequeñas gotas de su más delicado néctar comenzaban a resbalar por la cara interna de sus muslos. El olor de su propio sexo empezaba a inundar el probador, y su olor, su visión, la estaba llevando a lugares insospechados, alejados de la realidad.

- Sigue así, amor, eres tan hermosa, eres la más bella flor que jamás ví...

-Mmmm, dios... - No podía articular palabra; el orgasmo se acercaba rápido, brutal, allí, de pié, sola pero acompañada, hermosa, muy hermosa a sus propios ojos; quizás fuera verdad, quizás era hermosa y no podía verlo porque sus propios ojos no se lo permitían. Lo que ahora veía era una mujer ardiendo, su piel brillante, sus labios húmedos y entreabiertos, mordiéndose para no dejar escapar un grito que escandalizara a toda la tienda, veía su sexo abierto, lleno de sí misma, abatido por sus dedos, brillante de su propia humedad.

El orgasmo llegaba, lo notaba, se acercaba golpeando su espalda, bajando por su espina dorsal, echándola contra la pared, mientras ella movía sus dedos más y más dentro, girándolos, clavándose con furia animal en su sexo.

- Voy a correrme, amor...

- Sí, hazlo, hazlo conmigo, yo también voy a correrme mi niña...

Y lo hizo; se corrió con tal violencia que estuvo a punto de caer al suelo. Sólo pudo apoyarse contra la pared, dejar caer el teléfono y tapar su boca para no gritar, para no dejar escapar el rugido de placer que se fraguaba dentro de ella. Se sentó en el taburete, mientras sus piernas temblaban y su sexo lo hacía al ritmo de su corazón, despiadado, animal, salvaje...

Recogió su ropa lentamente y se vistió. Salió del probador, sin importarle que se dieran cuenta de algo, sin preocuparse del olor que había dejado atrás. Sólo le importaba que todos los hombres la miraban, deseosos de su carne, prendados de la belleza que salía por sus poros.

Ahora la veían bella, porque ahora se veía bella.

martes, 12 de diciembre de 2006

Ausencia...

Querid@ mi@:

Te echo de menos, y lo sabes. Me falta la morfina de tus palabras, la suave sensualidad de tu pelo azotándome, el pinchazo de tus ojos mirándome, inquisitivos, el jugueteo de tus labios al hablarme, ese suave mordisco que te das en los labios de vez en cuando para ponerme nervios@.

Me faltas, y desde que no estás no puedo escribir. La inspiración te la llevaste en la maleta, entre tu ropa interior; sin ella, me encuentro desnud@, porque las palabras son las que me visten, las letras son las que hacen de mí quien soy.

Aunque no estés, te tengo; te guardo en la memoria, cada recoveco de tu cuerpo, los vistos y los imaginados, los reales y los visionarios, y con ellos me evado.

Me hundo en la neblina de mi baño, envuelt@ en el vapor que emana de la bañera; allí soy más yo, y me separo de mi carne, y rasgo el tiempo y el espacio, y ya no estoy sol@, sino a tu lado. Y acaricio mi cuerpo,
despacio, mis manos invadidas por tus manos, mi piel esclava de la tuya, y ya no me toco, me tocas tú.

Y dejo que el placer me inunde, que las caricias me transporten por encima de todo y de todos, para ser tu esclav@, para que hagas de mí lo que desees, para que me asesines con tus dedos, para que dispares con tu boca proyectiles que abrirán mi carne, dejando al descubierto mis entrañas, tus entrañas.

Y con los ojos cerrados susurro tu nombre, bajito, esperando que lo oigas y que no pares de acariciarme, que no ceses de tocarme como sé que sabes hacerlo. Mi espalda se curva, y el agua caliente fluye a mi alrededor, y la bañera ya no es metal, es tu cuerpo que me rodea por completo, desgranado en millones de partes.

Y el orgasmo me golpea en la espalda, los riñones, las caderas, me hace estremecer; el agua salpica en mil direcciones distintas, en un sunami cálido, hirviente...

El vapor se va, desaparece, y de nuevo estoy sol@... Un día menos para no echarte de menos...

martes, 5 de diciembre de 2006

Otra fantasía

La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la escasa luz que entraba atravesando las cortinas. La silueta de tu amante se recortaba contra la pared; parecía que te miraba, allí de pie, fumando, observándote.

- Voy a vendarte los ojos.

Asentiste; cuando estabas con él, te dejabas hacer; habías aprendido a confiar en él, a dejarte llevar, porque siempre sus fantasías acababan de forma placentera, agotadoras pero llenas de placer. Así que cogiste el pañuelo de seda de la mesita de
noche, y lo anudaste en tu nuca. Todo se convirtió en oscuridad; el corazón te latía a mil por hora, sin saber que pasaría, que nuevas historias ocurrirían hoy, que sorpresas te tendría preparadas tu amante.

Lo oiste acercarse, despacio, paso a paso; la ansiedad se adueñaba de ti, deseosa de tenerlo a tu lado, de sentirlo junto a tí, y sobre todo, ansiosa porque se acabara aquella incertidumbre. Notaste como acercaba su boca a la tuya, y entreabriste
los labios; él solo paseaba sus labios sobre los tuyos, acariciando tu boca con la suya, dibujando con su lengua el contorno de tu sonrisa. Sus manos te acariciaban el pelo, suave y dulcemente, alborotando tu melena, para pasar a desabrochar la cremallera de tu vestido, que cayó sobre la cama. Te sorprendía siempre la habilidad que tenía para desnudarte en pocos segundos, como si quisiera verte detenidamente, examinarte, antes de acercarse a tí. Sus dedos deslizaron los tirantes de tu camisón de seda negra, dejando al descubierto tus pechos, ya duros, tiesos, espectantes, aguardando el siguiente paso de tu amante.

Lo notaste colocarse tras de ti, besando tu nuca, sintiendo su aliento cálido en tu piel, mientras sus manos se paseaban por tus caderas, ascendiendo a tus pechos, tomándolos los dos a la par, acariciándolos suavemente, pasando las palmas de las manos por los pezones. rozándolos sólo, casi sin tocarlos. Tu boca se abría, dejando escapar un susurro, un pequeño gemido, el primero de miles que llegarían después. Tu amante paseaba su boca por tu nuca, deslizándose por el cuello, los hombros, el principio de la espalda. Lo sentias bajar, deslizándose por tu columna, despacio, vértebra a vértebra, dibujando con su lengua un camino trazado con saliva. Suavemente, sus manos te empujaron, hasta ponerte de rodillas sobre la cama, la cabeza hacia delante, dejando al descubierto tu sexo y tu trasero, abiertos, hermosos y cálidos, prometedores de momentos de placer sin fin. Su lengua no paraba de viajar por tu espalda, bajando sin parar, hasta llegar a tus cachetes; se desplazaba lentamente, acompañando su dibujo con algún pequeño mordisco, con la punta de los dientes.

Sin avisar, sin previo aviso, su lengua se adentró entre tus cachetes, deslizándose entre ellos, lamiendo con avidez, hasta llegar a tu culo; pasó su lengua una y otra vez, y tu culo, al notarlo, se abría y cerraba, además de volverte loca. Despacio, introdujo la punta de su lengua, moviéndola en círculos, entrando y saliendo, sin prisa pero sin parar ni un instante. De nuevo, un cambio en sus movimientos, para pasar a tu sexo, deslizándose entre los labios como una pequeña serpiente, reptando hacia tu clitoris. Lo atrapó, haciendolo tililar con la punta de la lengua, como un pequeño cascabel. De nuevo, su lengua volvió atras, repitiendo los pasos, de nuevo delante, en un viaje de ida y vuelta que te arrancaba gemidos, susurros. Abrias tus piernas cada vez más, esperando que entrara en tí, que te penetrara como y cuando fuera, pero que lo necesitabas dentro.

De pronto, todo paró. Nada. Ni rastro de su boca, ni de sus dedos, absolutamente nada. Sólo un pequeño zumbido, casi imperceptible, pero que llamó tu atención. Notaste algo cerca de la boca, moviendose por tu pecho, pasando por la espalda,
algo que vibraba, con un tacto parecido al plástico, pero no era frío. Él lo pasaba por tu espalda, y fue bajándolo lentamente, hasta pasarlo por tu culo. La vibracion te daba placer, y querias tenerlo dentro, pero él jugaba contigo; lo paseaba de tu culo a tu sexo, de tu sexo a tu culo, haciendote sufrir, haciéndote desear. Arqueabas la espalda hacia abajo, abriéndote aún más, ofreciéndoselo todo, rogándole que entrara en tí, pero él sólo sonreia, divertido, admirado ante el espectáculo que tenía ante los ojos. Ya no podias más; cada vez que lo pasaba apretabas tu cuerpo contra él, esperando que entrara, meterlo dentro de tí, pero él lo manejaba de manera que eso no ocurriera, al menos hasta que él quisiera.

Y sin previo aviso, él decidío que era el momento. Apoyó sus manos en tu cintura, y lo mismo que hacía antes con aquel objeto, lo hacía ahora con su sexo; lo paseaba entre tus nalgas, bajando hasta tu sexo, abriéndose paso entre tus labios, empapándose de tu humedad, llevándola hacia atrás para lubricarte. Una vez tras otra, sin descanso, en una dulce tortura que no querias que acabar jamás. De repente, de nuevo aquel objeto, pero ahora no se limitaba a pasearse, ahora entraba despacio en tu culo, muy despacio, lentamente, mientras el sexo de tu amante entraba en el tuyo. Sin advertirlo, se encontraba llena, por delante y por detras, estaba siendo penetrada a la vez por los dos sitios, y el placer era el doble, más del doble, aumentaba sin parar, una cascada de placer, un orgasmo tras otro, mientras tu amante no paraba de entrar y salir de ti, manejando aquel artilugio, adecuando los movimientos de su sexo y del aparato para volverte aún más loca.

Gritabas, pedías más, más dentro, más rapido, y tus peticiones eran oidas; aceleraba, apretaba más fuerte, entraba más dentro de tí, te llenaba. Cambiaba de lugar, penetrándote por detrás y usando el aparato en tu sexo; era una locura sentirse así, y a ciegas, sin poder ver nada, pero no importaba nada, solo notar la llegada de los orgasmos uno tras otro, empapando tus muslos, mientras él seguia embistiendo, apretándose contra tu cuerpo, mojándote con el sudor que le envolvía. Perdiste la
cuenta de las veces que te corriste, y además no importaba, sólo querías que no terminara jamás, nunca, que no parara...

Llegaba, ahora llegaba su orgasmo; notaste como su sexo vibraba dentro de ti, aumentaba un poco más, y aceleraba sus movimientos, apretando más aún, entrando más dentro, más rápido, en una locura infinita de gemidos y jadeos. Cuando se
corrió, notaste como su esperma te inundaba por dentro, caliente, muy caliente, y tu amante se derrumbó en tu espalda, exhaustos los dos. Rodasteis por la cama, abrazados el uno al otro, felices a pesar del cansancio, con el punto de tristeza
que da saber que era el momento de separarse. Pero la separación solo era el preámbulo para una nueva cita, una fantasía más...

viernes, 1 de diciembre de 2006

Sólo un café

Sólo un café. Era una promesa. Sólo tomariamos un café, nos conoceríamos, charlaríamos de nuestras cosas, como hacíamos a diario, y nada más. Esa eran las reglas. Así que cuando nos levantamos de la mesa de la cafetería, y nos encaminábamos hacia el ascensor del centro comercial, esperaba que aquello fuera el fín de la cita, al menos de esa cita.
Habíamos charlado animadamente, como lo hacíamos siempre; quizás nos costó romper el hielo, eso de verse las caras de cerca no es lo mismo que a traves de una webcam, pero al poco rato se nos olvidó, y volvimos a reirnos, cada uno con las tonterias del otro, como dos amigos que se conocen desde los primeros juegos de patio de colegio.
La puerta del ascensor se cerró; me daba un poco de vértigo, porque aquel maldito artilugio tenía las paredes de cristal, y allá adonde mirara, sólo podía ver el vacío que me separaba del suelo. Así que, para poder controlarme, clavé mis ojos en los de ella.
- ¿Por qué me miras así?
- Es que tengo vértigo, y me da un poco de miedo este ascensor...
- Pues habérmelo dicho antes y...
No pudo terminar la frase. En un segundo, todo el centro comercial quedó a oscuras, y el ascensor parado, entre la segunda y tercera planta. El corazón ya me latía a demasiadas pulsaciones, y las manos empezaban a sudarme, agitado por los nervios.
- Oh, joder...
- No te preocupes - me dijiste - seguro que esto es un pequeño apagón, y la luz vuelve en un ratito.
- Ya, sí, seguro...
- Además, estoy segura de que lo has hecho a posta para quedarte más rato conmigo, jaja.
Agradecía que te tomaras aquello a broma, intentando calmarme. Poco a poco, me fui serenando y recobrando la tranquilidad, sin duda, gracias a tí.
- Bueno, ¿y ahora qué? - me preguntaste.
- Pues no sé, supongo que esperar, ¿no?
- Si, claro, que remedio nos queda.
En ese momento supe que era mi última oportunidad; quizás no volviera a verla, quizás no querría volver a verme. Pero no podía dejarlo pasar, la pregunta me quemaba en la boca, me ardía en los labios.
- Me gustaría hacerte una pregunta, pero espero que no te enfades.
- Oh, vaya, bueno, hazla, de todas maneras, hemos hablado ya de tantas cosas que no creo que nada pueda molestarme.
- ¿Puedo besarte?
Te quedaste muda, sin saber que responder; tu boca dibujó una O perfecta, redonda; te había dejado descolocada una vez más.
- Lo siento, sabía que no debía habertelo dicho, lo siento, no quería meter la pata, de veras...
Miraste a nuestro alrededor; estábamos a unos 10 metros de altura, rodeados de gente, pero sin que nadie pudiera vernos. Me miraste de nuevo fíjamente, como evaluando las probabilidades.
- Bien, vale, pero sólo un beso.
- Sí, claro, sólo uno.
Me acerqué lentamente, y rodeé tu cintura entre mis brazos, apretándote contra mi cuerpo. No sé, supongo que sería el calor, pero ambos sudábamos. Despacio, arrimé mi boca a la tuya, y con parsimonia, deslicé mis labios sobre los tuyos, mordiéndolos con dulzura, pellizcandolos con la punta de mis dientes. Tu boca se entreabrió, para dejar que tu lengua se enredara con la mía, para que tu saliva se mezclara con la mía, para que pudiera degustar tu aliento. Como dos pequeñas víboras, nuestras lenguas bailaron, se buscaron, huyeron la una de la otra, para volver a encontrarse y luchar, carne con carne, entre nuestras bocas.

Hiciste ademán de despegarte de mí; quizás era un beso demasiado largo, quizás te estaba gustando demasiado. Pero en lugar de cerrar tu boca y alejarte, metiste tus manos bajo mi camisa, acariciando mi espalda, punzando con tus uñas a lo largo de mi columna, apretándome más contra tu cuerpo.
Sorprendido por ello, casi no pude reaccionar; tan sólo te empujé suavemente contra la pared de cristal, para apretarte más, para que notaras mi cuerpo pegado al tuyo, para intentar aprisionarte y no dejarte escapar. Pero no escapabas, ni querías escapar. Ya no había nada ni nadie a nuestro alrededor, sólo tu y yo, y aquellas cuatro paredes que no nos escondían de nadie, pero que eran nuestro propio mundo particular.
Gemíamos en silencio, apretados en uno contra el otro; no tenía ninguna duda que notabas mi erección, pero eso te divertía, y sonreiste, mientras besabas mi cuello y desabrochabas uno a uno los botones de mi camisa. Sonreias divertida, mientras con la mirada observabas si alguien podía vernos. Deslizaste tus labios por mi pecho, mientras tu lengua dejaba el sendero de saliva por el que llegaban mis chispazos de placer. Bajabas con lentitud, torturándome, sin darme pistas de si seguirías o pararías a mitad de camino, como la niña mala que vive dentro de tí.
Pero no paraste; seguiste bajando, y abriste mis pantalones, mientras en tus ojos brillaba una luz, mezcla de lujuria y apetito sin freno. Mi sexo apareció frente a tu cara, duro, palpitante, deseoso de que lo devoraras, de derretirse en tu boca, buscando el calor de tus labios, que lo atraparon con la sabiduría que almacenan las mujeres en el fondo de su alma.
Sentia que me moría, que me arrancabas del lugar en el que estaba, para llevarme muy lejos, fuera de mi cuerpo, mientras mi carne entraba y salía de tu boca; yo no podía más que acariciar tu pelo, apretar tu cabeza y pedir a los dioses que aquello no acabara. Yo quería participar, dejarme llevar por el fuego que me cosumía por dentro, y pagarte con placer el placer.
Te levanté del suelo y me arrodillé ante tí. Levanté el filo de tu falda, para quedarme entre tus muslos, besándolos, lamiéndolos, chupándolos, oliendo el aroma de tu sexo que me llamaba a gritos, pidiendo ser saciado, llenado, devorado. Aparté a un lado el filo de tu tanga, y dejé que mi lengua recorriera tu sexo de punta a punta, dejando que me mojara la cara, buscando tu clítoris con hambre, para atraparlo entre mis labios y chuparlo con frenesí. Tirabas de mi pelo, con fuerza, y gemías, y eso me daba alas para entrar más en tí, para excavar más profundamente, para llegar todo lo dentro que pudiera.
En lo más profundo de mi ser quería ser malvado contigo, jugar con tu placer, con tus ganas de sentirte mujer, así que te dí media vuelta, separando tus nalgas para enterrar entre ellas mi boca, y lamer con delicia tu culo, humedecerlo, penetrarlo suavemente con la punta de mi lengua, convertida en un pequeño falo para tí. No podías más, lo sabía y lo notaba; lo advertía en tus gemidos, en la humedad que mojaba mis dedos, enroscados en tu sexo, en los golpes y movimientos de tu espalda, apretandote contra mí.
Era el momento de entrar en tí, de poseerte, de ser solo uno, un solo ser, una sola carne. Me levanté, y te senté en el reposamanos del ascensor. Rodeaste mi cintura con tus piernas, y me apretaste contra tí con furia, clavando mi sexo en el tuyo de un solo golpe, hasta el fondo. mi sexo era un pistón que se movía con lentitus dentro de tí, saliendo casi totalmente, para de nuevo hundirse en tu crne palpitante. Mis dedos jugaban en tu culo, y lo penetraban; deseaba poseerte, llenarte de mí por cada uno de los poros de tu piel, y lamentaba no tener más manos, más bocas para ofrecerte.
No movíamos acompasados, en un baile, movidos por la música del placer, acelerando y frendando, con fuerza y con lentitud; tus uñas en mi espalda me pedían más, y yo te daba más, te lo daba todo, todo lo que tenía dentro, todo lo que podía darte. Llegaba, se acercaba, lo notamos los dos a la vez, acercándose como un tren expresso, como un caballo desbocado, furioso, dispuesto a explotar dentro de nosotros y hacernos trizas.
Mi sexo explotó dentro de tí, y tu sexo explotó alrededor del mío, levantándonos del suelo, lejos, muy lejos, deshaciendo nuestros cuerpos, desmontándonos, para luego volver a unir nuestras piezas.
Nos separamos, casi sin hablar; no había nada que decir, o quizás no quisimos decir nada. ¿Adios? ¿Hasta la vista? O mejor aún...¿ y ahora qué?

jueves, 30 de noviembre de 2006

Paseo por el Parque

Paseábamos por el parque; era verano, y la luna era un enorme círculo brillante en medio de la noche. Las estrellas brillaban como hielo picado, y la brisa del mar nos acariciaba con dedos sensuales. Andábamos despacio, hablando de todo, mirándonos a los ojos, como dos amantes que aún no se habían amado, pero que sí lo hacían en silencio.

Quedaba poca gente paseando, y decidimos pararnos, y sentarnos en el césped. Atravesamos una pequeña isla de vegetación, para escondernos de las miradas de aquellos que aún rondaban por allí, y acabamos sentados en la hierba, entre dos palmeras que se arqueaban, una hacia la otra, como si quisieran rozarse con sus ramas.

No dejabas de mirarme; me mirabas profundamente, a los ojos, intentando averiguar que había detras de ellos, buscando el devenir de mis pensamientos, y eso me ponía nerviosa. El pulso me temblaba ligeramente, y si te hubieras fijado, habrías visto como la luz del cigarrillo temblaba con cada latido de mi corazón. De pronto, te quedaste callado, casi sin respirar. Te pregunté si ocurría algo, y me dijiste que sí, que algo te ocurría, algo que no te dejaba vivir desde hacía tiempo, algo que te apretaba el pecho y que necesitabas sacar para poder seguir viviendo.

- ¿Qué es lo que te ocurre?- te volví a preguntara; tenía miedo de la respuesta, tanto que deseé que te quedaras callado.

- Te deseo.

- ¿Cómo? - Me dejaste desconcertada, no esperaba esa respuesta de todas las que tenía en mi mente.

- Sí, te deseo, te deseo desde el dia que te conocí, deseo que seas mía, hacerte mía, y yo ser tuyo...

Te acercaste lentamente, despacio, con miedo, como los niños se adentran en la oscuridad. Y me besaste, el beso más dulce que jamás me dieron; casi no fue un beso, el amago de una caricia con tus labios, la sombra de un mordisco, el atisbo de algo más.

Y te besé, apreté mis labios contra los tuyos, desesperada, fuertemente, intentando que mi boca fuera la tuya, que mis labios se soldaran a los tuyos, y permanecer así para siempre, amarrada a tí. Tu saliva me embriagaba, dulce como el almíbar, pero venenosa, una droga que estaba llegando a mis venas, y que sabía que siempre querría más.

Poco a poco, nos fuimos dejando caer sobre el césped. Lentamente, nuestros cuerpos cayeron hasta descansar sobre la hierba fresca, ocultos de los ojos de la gente, escondidos tras una fina gasa de oscuridad; a pesar de eso, nosotros sí podíamos verlos a ellos, oíamos sus pasos, sus charlas, aunque sonaban lejanos, como ecos de otro planeta.

Rodamos abrazados, dejando que el agua condensada en el césped nos mojara, mientras nos abrazábamos con pasión, apretando nuestros cuerpos, uno contra el otro, en una batalla en la que no habría vencedores ni vencidos, sólo combate. Empezaste a besar mi cuello, mis párpados, mis hombros, primero con suavidad; pero la lujuria, el deseo, el ansia, se iba adueñando de tí, y yo me dejaba hacer, era tu cena, mordiendo mis labios, clavando mis uñas en tu espalda bajo tu camisa, desesperada por gritar que no pararas, que siguieras más y más...

Casi sin darme cuenta, bajaste los tirantes de mi vestido, dejando al descubierto mis pechos; estaban duros, pétreos, y mis pezones te miraban fíjamente, desafiándote, un desafío que afrontaste, devorándolos, enroscando tu lengua en ellos, chupándolos, dejando mi piel brillante con tu saliva, y arrancándome ronroneos de gata. Yo te cogía del pelo, y apretaba tu cabeza contra mi cuerpo; hubiera querido que tu carne y la mía se fundieran, que nuestras células se mezclaran, en un cokctail de placer y deseo que me emborrachaba.

Seguías viajando por mi cuerpo, describiendo caminos de placer con tu boca, con tus dedos, arterias de sensualidad, carreteras atascadas de pasión, bajando lentamente por mi vientre, rodeando la glorieta de mi ombligo, retardando la llegada a mi vientre, candente, volcánico, esperándote, húmedo y brillante. Mis manos buscaban tu cuerpo, ansiaban tocarte, enroscarse en el vello de tu pecho, arañarte, quebrar tu carne para hacerla mía, traerte a mi boca para devorarte sin prisas; sólo alcanzaba a acariciar tu sexo por encima del pantalón, pero ese simple contacto electrizaba mis sentidos, al notarlo tan duro, tan fuerte, sólo para mí...

Hincaste tu cabeza entre mis muslos, y arrancaste un gruñido salvaje, que me nació en lo más profundo de mi ser; tus dedos entraban y salían de mí, arrancando sensaciones que jamás había sentido. Tu lengua y tus labios me mataban, succionaban mi sexo, mi clítoris, y mi humedad mojaba tu cara; tu te relamías, no dejabas escapar ni una minúscula gota, lo querías todo para tí, cada partícula de mi carne, cada átomo de mi cuerpo, y yo te lo daba todo, por entero para tí.

Arqueaba mi espalda, recorrida por la electricidad del orgasmo que se acercaba, inexorable, huracanado, rápido y violento, cayendo sobre mí como una lluvia de agua templada, golpeándo mi conciencia hasta casi noquearla, sintiendo vibrar mi sexo, agitarse alrededor de tu boca, rodeando tus dedos. Tiré de tus pelos hacia mí, acercándote a mi boca, degustámdote, para tirarte sobre el cesped. Me mirabas entre sorprendido y divertido, pero cambiaste la expresión de tu rostro, cuando dejé al descubierto tu sexo, erguido, hinchado, latiendo al compás de tu corazón.
Miré hacia todos lados, asegurándome de que seguíamos escondidos de los ojos de los paseantes, y me lancé sobre tu sexo, abrí mi boca y deslicé mi lengua desde la base hacia arriba, como una niña que devora con deleite su helado, derretido por el calor. Lentamente, ascendía y descendía, mientras tú sólo acertabas a agarrarte a la hierba, arrancando pequeñas briznas que la brisa se llevaba rodando, imitando a nuestros cuerpos. Sentía tu calor quemándome los labios, abrasando mi lengua, pero no podía parar; abrí mi boca y comí, chupé, mordí, succioné, apretando con fuerza, mientras mis manos te acariciaban, arriba y abajo, en un ascensor que te llevaba al ático del placer. Gemías con fuerza, y yo me sonreía pensando en si nos escucharían, pero eso no importaba, nada importaba, no había más mundo ni más universo que tú y yo.

Quería tenerte dentro de mí, notarte profundamente en mí, así que decidí que serías mi potro salvaje; separé mis muslos y me dejé caer, en un sólo golpe, sobre tí, clavándome hasta las entrañas tu sexo, sintiendo que abrias mi cuerpo en dos, que me descomponía en mil pedazos, y que cada uno de esos trozos orbitaba a tu alrededor. Mi cuerpo subía y bajaba sobre el tuyo, lenta y pausadamente. En ese momento, los aspersores del riego comenzaron a funcionar, y el agua, templada por el calor del verano, empezó a caer sobre nosotros; yo estaba empapada por fuera y por dentro, y no dejaba de reir mientras montaba sobre tí, mi pequeño potro, trotando mientras la lluvia me empapaba, pegando la tela de mi vestido a mi cuerpo como una segunda piel; mi melena caía mojada sobre mi cara, y las gotas de agua se deslizaban por mi pelo, dándome el aspecto de una fiera, salvaje y seductora, radiante, hambrienta, que aceleraba sus movimientos, moviéndome en círculos sobre tí, hacia delante y hacia atrás, apretando mi sexo sobre el tuyo, chupándolo como antes había hecho mi boca.

Tus manos separaron mis nalgas, y tus dedos comenzaron a jugar entre ellas, llenándome de más carne, más de tí; todo aquello me estaba superando, no me sentía dentro de mi cuerpo, sino fuera de allí, en un limbo de placer, de gemidos, de sensaciones que me erizaban hasta el último de mis cabellos. Seguí acelerando, ya no trotaba sino que galopaba, golpeando con la toda la violencia de la que era capaz mis caderas contra las tuyas, dejándome caer sobre tí para atravesarme por completo, para que tu sexo llegara hasta el último confín del mío, mientras sentía la llegada de un nuevo orgasmo, una nueva oleada de calor, una riada de fuego que me sacudía por completo, levantándome del suelo, rompiendo mi espalda, acompasado con tu llegada; noté como tu sexo se derretía dentro de mí, como el chocolate, dulce y caliente, inundándome de tu simiente, saciando la sed de mi sexo, embotando mis sentidos, derrumbándome sobre tu pecho, lloviendo dentro de mí, mientras el agua me diluía sobre tu piel.

martes, 28 de noviembre de 2006

Una fantasia

Tras mucho esperar, y soñar en solitario, llegó el día en que me crucé contigo. Era un bar de copas, un sábado por la noche, y estaba abarrotado de gente, que entraba y salía sin parar. Me sorprendí al verte hablar con otras mujeres, supongo que amigas tuyas, formando un pequeño grupo en un rincón. Yo y mis amigos estábamos apoyados en la barra, esperando a que algún camarero se dignara a hacernos caso. En estas estaba yo cuando te ví; fue una sorpresa total, no esperaba encontrarte; el azar nos puso un día en contacto y de nuevo nos puso a uno ante el otro.

Al principio no te diste cuenta, pero una amiga tuya te dijo algo al oido, seguramente que había un tipo que no te quitaba ojo de encima... y ese tipo era yo. Y era para no quitarte ojo; estabas espectacular con tu vestido negro, tu escote, tu peinado, y sobre todo tu sonrisa, que iluminaba aquel rincón del bar. Me viste, sonreiste y bajaste la mirada, como avergonzada. Aquello me dió más valor, el justo y necesario para acercarme a tí. Esquivé al personal que entraba y salía sin cesar, hasta que llegué a tu altura. Tus amigas me observaban con atención, como esperando cual era el próximo movimiento que iba a hacer. Sus miradas pasaban de mí a tí, de tí a mí, entre sorprendidas y divertidas.

Te saludé, con la naturalidad del que te conoce, y te dí dos besos, uno en cada mejilla, pero cerca de la comisura de los labios, muy cerca, para ponerte un poquito nerviosa, jugando a un juego peligroso... Te invité a una copa, y me acompañaste a la barra. Charlamos de las casualidades de la vida, de lo pequeño que era el mundo, pero había demasiados silencios, lapsos de tiempo en los que no cruzábamos palabras, pero en los que nuestros ojos hablaban por nosotros, diciendo más si cabe que nuestras bocas.

Cuando quisimos darnos cuenta, tanto tus amigas como mis amigos habían desaparecido. No sabíamos donde estaban, y quizás tampoco nos importaba; lo realmente importante en aquel momento era que al fin estabamos juntos, dentro de la misma habitación, entre las mismas cuatro paredes, y el resto carecía de importancia.

Y ahora que, parecias preguntarme con los ojos, ahora que hacemos, donde vamos... Te dije que si te apetecía dar un paseo, hablar mientras caminábamos. Asentiste y salimos del bar. Hacía una noche espléndida, a juego contigo; hacía algo de calor, pero la brisa del mar refrescaba un poco el ambiente. Casi sin darnos cuenta, nuestros pasos nos llevaron hasta la playa, nos descalzamos y anduvimos por la orilla, justo donde las olas morían en la arena. Te paraste y te me quedaste mirando, clavando tus ojos en los mios; me entraron los nervios, y mi pulso comenzó a desbocarse. No sabía que hacer, si hablarte, mirarte, o darte el beso que llevaba tanto tiempo soñando con darte. Me acerqué lentamente, te tomé entre mis brazos, despacio, y dejé que mi boca se pegara a la tuya; suavemente, mordia tus labios con los mios, saboreando cada centímetro de tu boca, deleitándome con el dulzor de tu saliva, enroscando mi lengua alrededor de la tuya, mientras te apretaba aún más fuerte a mí, cada vez mas fuerte.

No sé cuanto tiempo pasó, ni me importa, sólo sé que te tomé de la mano y nos escondimos en un rincón apartado de la playa, alejados de ojos indiscretos. Nos abrazamos, tumbados en la arena, sin importarnos nada ni nadie. Nos besábamos con ansia, con frenesí, como si no hubiera un mañana, como si no hubiera un ayer. De tus labios pasé a tu cuello, tu barbilla, tus párpados, tus orejas; quería besarte por todas partes, saborear cada rincón de tu cuerpo. Tú me respondías con tu respiración, entrecortada, acelerada, con tus gemidos, suaves y aterciopelados, y cada respuesta tuya me daba alas para seguir volando por tu piel.

Mientras te besaba, mis dedos, temblando, iban desabrochando tu vestido, con toda la torpeza del mundo; pero poco a poco, tu cuerpo fue quedando ante mis ojos, espléndido, resplandeciente bajo la luna, cegador, apetecible, un puro deseo. Mi boca no dejaba ni un poro de tu piel por besar, mientras mis manos viajaban, reptando suavemente, acariciando con la punta de los dedos tus labios, tus mejillas, tu cuello...

No podía más, estaba sediento y hambriento, y mi boca llegó hasta tus pechos; los devoré con ansia, intentando abarcar todo lo posible dentro de mí. Jugueteé con tus pezones, rozándolos con el filo de mis dientes, envolviéndolos con mi lengua, haciéndolos crecer dentro de mi boca. Y crecieron, hasta apuntarme como dedos acusadores, duros, formidables arietes que taladraban mis labios, carne cálida y jugosa que no era capaz de saciar mi hambre de ti.

Mi lengua describía un húmedo camino a través de tu piel, bajando desde tu pecho a tu vientre, dibujando espirales en tu ombligo, y buscando el calor de tu más dulce y oculta intimidad; poco a poco, podía percibir el aroma de tu excitación, inundándome, atrayéndome con fuerza, arrastrándome sin posibilidad de escapar. Paseé mi lengua por encima de tu ropa interior, la última puerta que me separaba de la cámara del tesoro que tanto ansiaba tener en mi poder. La retiré con los dedos, suavemente, y separé tus muslos, para atrapar tu sexo en mi boca.

Húmedo, caliente, abrasador, me quemaba los labios, me mojaba y se derretía, sólo para mí. Separé los labios lentamente, pra dejar al descubierto tu clítoris, y atraparlo en la carcel de mi boca. Lo chupé con la voracidad de un niño hambriento, endureciéndolo, arrancándote gemidos de placer, satisfaciendo la locura que se apoderaba de mi lengua, tililando con rapidez, martilleando con ritmo y sin pausa. Entraba dentro de ti cada vez más, sorbiendo tu dulce néctar, embriagado de tu sabor y de tu olor, intentando llegar tan dentro como me fuera posible. Notaba como te acercabas al extasis, galopando sobre un orgasmo salvaje; pero yo no quería que llegara aún, tendrías que sufrir un poco más, para poder explotar por completo.

Me separé de tí, desnudándome, haciendo patente mi excitación. Me tendi a tu lado, y te tomé de las manos, para que te subieras sobre mí. Quería que me galoparas, que me montaras, que fueras la amazona y yo el potro salvaje y desbocado que te llevara adonde quisieras. Lentamente, te dejaste caer sobre mí, notando como mi sexo entraba en el tuyo, abriendose paso con lentitud, pero sin pausa, llenándote; tu cuerpo absorbía al mio, lo atrapaba, y en cada movimiento tuyo sentía que estaba más dentro de tí, más si cabe, y más quería estar. Acelerabas, no trotabas, sino que galopabas, golpeando con violencia, con furia desmedida, moviendo tus caderas en hélices frenéticas que me embargaban de un placer infinito. Nos fundiamos, eramos uno solo, una sola carne y una sola sangre, acompasados en nuestros movimientos.

No podíamos más, lo notábamos llegar, tu el mio y yo el tuyo, y eso nos hizo apretar los dientes, acelerar hasta el límite de nuestras fuerzas, para dejarnos llevar por la brutalidad del orgasmo que se acercaba inexorable. En un segundo, cielos y tierra se unieron, en un destello de placer que hizo arquear mi espalda, que hizo temblar tu cuerpo, y derrumbarnos sin ápice de fuerza en la arena, abrazados, sudorosos, felices....

Quien soy, que quiero...

Te preguntas quien soy.

Soy la sombra que te desnuda en tus sueños, la mano que acaricia tu pelo, el aliento que calienta tu piel, los labios que te besan sin descanso, bucando tu gemido, añorando el néctar de tu sexo.

Te preguntas que quiero de tí.

Quiero que tus dedos, mientras leas, hagan lo mismo que los míos, mientras escribía. Quiero penetrar en tus sueños, y que penetres en mi mente, que tu cuerpo y el mío se fundan en uno solo.


No te preguntes quien soy, tan solo pregúntate quién quieres que sea...

No te preguntes qué quiero, pregúntate tan sólo que quieres de mí...