viernes, 1 de diciembre de 2006

Sólo un café

Sólo un café. Era una promesa. Sólo tomariamos un café, nos conoceríamos, charlaríamos de nuestras cosas, como hacíamos a diario, y nada más. Esa eran las reglas. Así que cuando nos levantamos de la mesa de la cafetería, y nos encaminábamos hacia el ascensor del centro comercial, esperaba que aquello fuera el fín de la cita, al menos de esa cita.
Habíamos charlado animadamente, como lo hacíamos siempre; quizás nos costó romper el hielo, eso de verse las caras de cerca no es lo mismo que a traves de una webcam, pero al poco rato se nos olvidó, y volvimos a reirnos, cada uno con las tonterias del otro, como dos amigos que se conocen desde los primeros juegos de patio de colegio.
La puerta del ascensor se cerró; me daba un poco de vértigo, porque aquel maldito artilugio tenía las paredes de cristal, y allá adonde mirara, sólo podía ver el vacío que me separaba del suelo. Así que, para poder controlarme, clavé mis ojos en los de ella.
- ¿Por qué me miras así?
- Es que tengo vértigo, y me da un poco de miedo este ascensor...
- Pues habérmelo dicho antes y...
No pudo terminar la frase. En un segundo, todo el centro comercial quedó a oscuras, y el ascensor parado, entre la segunda y tercera planta. El corazón ya me latía a demasiadas pulsaciones, y las manos empezaban a sudarme, agitado por los nervios.
- Oh, joder...
- No te preocupes - me dijiste - seguro que esto es un pequeño apagón, y la luz vuelve en un ratito.
- Ya, sí, seguro...
- Además, estoy segura de que lo has hecho a posta para quedarte más rato conmigo, jaja.
Agradecía que te tomaras aquello a broma, intentando calmarme. Poco a poco, me fui serenando y recobrando la tranquilidad, sin duda, gracias a tí.
- Bueno, ¿y ahora qué? - me preguntaste.
- Pues no sé, supongo que esperar, ¿no?
- Si, claro, que remedio nos queda.
En ese momento supe que era mi última oportunidad; quizás no volviera a verla, quizás no querría volver a verme. Pero no podía dejarlo pasar, la pregunta me quemaba en la boca, me ardía en los labios.
- Me gustaría hacerte una pregunta, pero espero que no te enfades.
- Oh, vaya, bueno, hazla, de todas maneras, hemos hablado ya de tantas cosas que no creo que nada pueda molestarme.
- ¿Puedo besarte?
Te quedaste muda, sin saber que responder; tu boca dibujó una O perfecta, redonda; te había dejado descolocada una vez más.
- Lo siento, sabía que no debía habertelo dicho, lo siento, no quería meter la pata, de veras...
Miraste a nuestro alrededor; estábamos a unos 10 metros de altura, rodeados de gente, pero sin que nadie pudiera vernos. Me miraste de nuevo fíjamente, como evaluando las probabilidades.
- Bien, vale, pero sólo un beso.
- Sí, claro, sólo uno.
Me acerqué lentamente, y rodeé tu cintura entre mis brazos, apretándote contra mi cuerpo. No sé, supongo que sería el calor, pero ambos sudábamos. Despacio, arrimé mi boca a la tuya, y con parsimonia, deslicé mis labios sobre los tuyos, mordiéndolos con dulzura, pellizcandolos con la punta de mis dientes. Tu boca se entreabrió, para dejar que tu lengua se enredara con la mía, para que tu saliva se mezclara con la mía, para que pudiera degustar tu aliento. Como dos pequeñas víboras, nuestras lenguas bailaron, se buscaron, huyeron la una de la otra, para volver a encontrarse y luchar, carne con carne, entre nuestras bocas.

Hiciste ademán de despegarte de mí; quizás era un beso demasiado largo, quizás te estaba gustando demasiado. Pero en lugar de cerrar tu boca y alejarte, metiste tus manos bajo mi camisa, acariciando mi espalda, punzando con tus uñas a lo largo de mi columna, apretándome más contra tu cuerpo.
Sorprendido por ello, casi no pude reaccionar; tan sólo te empujé suavemente contra la pared de cristal, para apretarte más, para que notaras mi cuerpo pegado al tuyo, para intentar aprisionarte y no dejarte escapar. Pero no escapabas, ni querías escapar. Ya no había nada ni nadie a nuestro alrededor, sólo tu y yo, y aquellas cuatro paredes que no nos escondían de nadie, pero que eran nuestro propio mundo particular.
Gemíamos en silencio, apretados en uno contra el otro; no tenía ninguna duda que notabas mi erección, pero eso te divertía, y sonreiste, mientras besabas mi cuello y desabrochabas uno a uno los botones de mi camisa. Sonreias divertida, mientras con la mirada observabas si alguien podía vernos. Deslizaste tus labios por mi pecho, mientras tu lengua dejaba el sendero de saliva por el que llegaban mis chispazos de placer. Bajabas con lentitud, torturándome, sin darme pistas de si seguirías o pararías a mitad de camino, como la niña mala que vive dentro de tí.
Pero no paraste; seguiste bajando, y abriste mis pantalones, mientras en tus ojos brillaba una luz, mezcla de lujuria y apetito sin freno. Mi sexo apareció frente a tu cara, duro, palpitante, deseoso de que lo devoraras, de derretirse en tu boca, buscando el calor de tus labios, que lo atraparon con la sabiduría que almacenan las mujeres en el fondo de su alma.
Sentia que me moría, que me arrancabas del lugar en el que estaba, para llevarme muy lejos, fuera de mi cuerpo, mientras mi carne entraba y salía de tu boca; yo no podía más que acariciar tu pelo, apretar tu cabeza y pedir a los dioses que aquello no acabara. Yo quería participar, dejarme llevar por el fuego que me cosumía por dentro, y pagarte con placer el placer.
Te levanté del suelo y me arrodillé ante tí. Levanté el filo de tu falda, para quedarme entre tus muslos, besándolos, lamiéndolos, chupándolos, oliendo el aroma de tu sexo que me llamaba a gritos, pidiendo ser saciado, llenado, devorado. Aparté a un lado el filo de tu tanga, y dejé que mi lengua recorriera tu sexo de punta a punta, dejando que me mojara la cara, buscando tu clítoris con hambre, para atraparlo entre mis labios y chuparlo con frenesí. Tirabas de mi pelo, con fuerza, y gemías, y eso me daba alas para entrar más en tí, para excavar más profundamente, para llegar todo lo dentro que pudiera.
En lo más profundo de mi ser quería ser malvado contigo, jugar con tu placer, con tus ganas de sentirte mujer, así que te dí media vuelta, separando tus nalgas para enterrar entre ellas mi boca, y lamer con delicia tu culo, humedecerlo, penetrarlo suavemente con la punta de mi lengua, convertida en un pequeño falo para tí. No podías más, lo sabía y lo notaba; lo advertía en tus gemidos, en la humedad que mojaba mis dedos, enroscados en tu sexo, en los golpes y movimientos de tu espalda, apretandote contra mí.
Era el momento de entrar en tí, de poseerte, de ser solo uno, un solo ser, una sola carne. Me levanté, y te senté en el reposamanos del ascensor. Rodeaste mi cintura con tus piernas, y me apretaste contra tí con furia, clavando mi sexo en el tuyo de un solo golpe, hasta el fondo. mi sexo era un pistón que se movía con lentitus dentro de tí, saliendo casi totalmente, para de nuevo hundirse en tu crne palpitante. Mis dedos jugaban en tu culo, y lo penetraban; deseaba poseerte, llenarte de mí por cada uno de los poros de tu piel, y lamentaba no tener más manos, más bocas para ofrecerte.
No movíamos acompasados, en un baile, movidos por la música del placer, acelerando y frendando, con fuerza y con lentitud; tus uñas en mi espalda me pedían más, y yo te daba más, te lo daba todo, todo lo que tenía dentro, todo lo que podía darte. Llegaba, se acercaba, lo notamos los dos a la vez, acercándose como un tren expresso, como un caballo desbocado, furioso, dispuesto a explotar dentro de nosotros y hacernos trizas.
Mi sexo explotó dentro de tí, y tu sexo explotó alrededor del mío, levantándonos del suelo, lejos, muy lejos, deshaciendo nuestros cuerpos, desmontándonos, para luego volver a unir nuestras piezas.
Nos separamos, casi sin hablar; no había nada que decir, o quizás no quisimos decir nada. ¿Adios? ¿Hasta la vista? O mejor aún...¿ y ahora qué?