miércoles, 27 de diciembre de 2006

Bella

-No vuelvas a decirme que no te ves guapa.

-Pero es la verdad, no me veo tan bonita como tu dices...

Ella le hablaba al móvil, sintiéndose muy triste. Llevaba horas buscando un vestido para un compromiso, y ninguno le quedaba bien. Se veia fea, estropeada; se acordaba de cuando tenía veinte años, y su figura era la envidia de sus amigas. Ahora, todo eso desapareció, por mucho que él le dijera lo contrario cada día. Su marido tampoco se fijaba en ella, no se sentía deseada; el sexo era un trámite que cumplir, como las facturas de la luz o los recibos del teléfono.

Desde que lo conoció, no paraba de decirle lo bonita que era, lo hermosa que la veía, y ella no le creía. Sí, se sentía adulada, claro que sí, pero no terminaba de creerle. Él le contaba que la deseaba, que se excitaba con solo verla, aunque fuera en una pequeña foto que ella le envió hacia semanas. Pero no podía ser cierto, no podía serlo, porque sus ojos no mentían, y lo que veía no era nada excitante ni maravilloso.

- Dime donde estás ahora, cielo.

- En un centro comercial, buscando un vestido y todo me queda fatal.- Estaba al borde de las lágrimas; todo el paso de la tristeza le cayó de golpe sobre los hombros, sintiéndose la mujer más fea del mundo.

- Mi niña, no estés triste... por favor, no estés triste...

- No puedo remediarlo.

- Sí que puedes; si pudieras verte como te veo yo... ¿tienes alguna tienda cerca?

Ella giró la cabeza, examinando la planta del centro comercial; a pocos metros, una tienda de modas le llamó la atención, con su escaparate para chicas delgadas, de cinturas estrechas y pechos pequeños.

-Sí, hay una aquí al lado.

- Bien - ordenó él - quiero que entres, cojas algo y te metas en un probador.

- Pero, ¿para qué?

- Hazme caso, por favor, hazlo por mí. Cuando lo hayas hecho, vuelve a llamarme. - Y colgó.

Ella se quedó un tanto desorientada. Siempre la sorprendía con algo, pero aquello era demasiado extraño, incluso viniendo de él. Entró en la tienda; se sentía como la madre, no, como la abuela de todas las chicas que entraban y salían de los probadores, como la abuela de las dependientas, ellas, tan monas, tan arregladas, tan delgadas. Y ella, con la anchura de caderas que dan el tener hijos, con los pechos ya algo caidos, y sobre todo, con sus ojeras, con la pesadumbre de su cara, que la hacía parecer mucho más mayor que sus cuarenta y dos años.

Esperó a que uno de los probadores quedara libre, con una falda vaquera en las manos. Todo eso era una locura, ¿qué demonios iba a hacer él? Tampoco podía estar toda la tarde esperando y dando vueltas, así que se dijo que si en un ratito no quedaba ninguno libre...

En ese instante, una de las cortinas se abrió, y del probador salieron dos veinteañeras riendo a carcajadas. Sintió envidia de su felicidad, de la despreocupación hacia el futuro del que hacían gala. Entró en el probador y marcó su número; ojalá no pueda cogerlo, pensó, ojalá esté ocupado y pueda irme a casa, esconderme de los demás...

- Hola, amor... espero que me hicieras caso, y estés en un probador.

- Sí, aqui estoy, aunque no se bien que hago aquí.

- Bien, ahora quiero que te mires al espejo y que me digas que ves.

- Qué voy a ver, una cuarentona estropeada y...

- Shhhh, no digas eso. Lo primero que debes hacer es sonreir, porque seguro que no estás sonriendo... anda preciosa, sonrie, sonrie para mí.

Y ella sonrió; al principio, débilmente, pero luego, recordando sus cosas, sus piropos, sus tonterías, agrandó su sonrisa.

- Mejor, mucho mejor. así te veo yo siempre, ¿sabes? Cuando sonries, te brillan los ojos, y te pones preciosa...

- Anda tonto, que eres un tonto.- Pero eso la hacía sonreir más; incluso, un leve rubor comenzó a teñir sus mejillas de rojo.

- Ahora quiero que te quites la blusa, despacio, mirándote mientras lo haces...

- Desde luego estás loco.

-Sí, pero por tí... hazme caso, mi niña, hazlo.

Y ella desabrochó su blusa, lentamente, botón a botón.

- ¿Y ahora?

- Quítate el sujetador.

- Pero...

- Sin peros, por favor, hazlo por mi, princesa.

Sus manos buscaron a ciegas el cierre del sujetador, dejando al descubierto sus pechos. Ella los miró triste, viendo como la edad y los hijos le habían hecho perder la dureza y altivez de antaño.

- Me encantan tus pechos, lo sabes, ¿verdad? Si estuviera ahí los acariciaría con lentitud, como a tí te gusta. Por eso quiero que lo hagas por mi, que seas mis manos y mis ojos.

- Anda ya, que va, ¿cómo voy a hacer eso, aquí, en un probador?

- Porque yo estoy viendote desde mi despacho, en mi mente, y quiero ser tú, quiero tocarte y verte, amor...

No sabía por qué, pero le hizo caso. Dejó que su mano cayera desde el cuello hacia sus pechos, lentamente, casi sin querer, deslizando sus dedos entre ellos, rodeando sus pezones. A pesar de la situación, o quizás debido a ella, sus aureolas se endurecieron, y su respiración se agitó de forma imperceptible.

- Muy bien, lo haces muy bien... vuelve a mirarte... ahora estás más hermosa aún, te empiezan a brillar los ojos, y tu lengua humedece tus labios.

Era casi increible, pero era como si la pudiera ver. Era cierto; tenía los ojos brillantes, la cara encendida, y la respiración algo acelerada. Un asomo de placer comenzaba a llenar su corazón.

- Bien, ya está bien de juegos...

-No - le interrumpió - esto no acaba más que de empezar. Termina de desnudarte por completo, para mí. Mira el espejo, y seré yo quien está delante tuya, no un trozo de cristal. Soy yo quien te acompaña...

De locos, aquello era de locos, pensaba mientras desabrochaba la falda, una locura, mientras la dejaba colgada de una percha. Pero aquella locura le gustaba, le sacaba de su anodina existencia, y la hacía sentir más viva, más mujer.

- Que hermosa eres, amor... Sigue acariciándote y dime qué haces.

- Ahora paso mi mano sobre mi vientre, y bajo a mis bragas. ¿Sabes? Están un poco húmedas.

- Lo sé, porque yo también lo siento... sigue, no te pares...

- Meto mi mano por dentro de las bragas y me acaricio... es... ohhh, es tan... mmm... quisiera que estuvieras aquí...

- Lo estoy, amor, y te acompaño, yo también me acaricio, mi niña.

Ahora la respiración no era agitada, sino que hablaba casi en susurros, mientras sus dedos paseaban arriba y abajo de su sexo, alrededor de sus labios, mojándose de su humedad, creciente a cada momento. Su clítoris engordaba y crecía, lo notaba duro u lo atrapó entre la yema de sus dedos.

- Ohh, dios, esto es de locos, no sé que hago...

- Mírate, obsérvate, mira lo preciosa que eres...

Ella se miraba en el espejo, veia su sexo hinchado, húmedo y brillante. Veía su cara de placer y lujuria, y eso la ponía aún más. No podia resistir la tentación, y puso su pie encima de una pequeña banqueta, abriendo su sexo, para introducir lentamente, uno, dos, tres dedos, que la llenaban de la carne que necesitaba.

- Oh, amor, dios... te necesito ahora aquí.

- Me tienes ahí, dentro de tí, ahora, no te pares y sigue mirándote... no hables, solo quiero oir tu respiración, amor, solo eso...

Sus dedos aceleraban, entraban y salían con fluidez, y pequeñas gotas de su más delicado néctar comenzaban a resbalar por la cara interna de sus muslos. El olor de su propio sexo empezaba a inundar el probador, y su olor, su visión, la estaba llevando a lugares insospechados, alejados de la realidad.

- Sigue así, amor, eres tan hermosa, eres la más bella flor que jamás ví...

-Mmmm, dios... - No podía articular palabra; el orgasmo se acercaba rápido, brutal, allí, de pié, sola pero acompañada, hermosa, muy hermosa a sus propios ojos; quizás fuera verdad, quizás era hermosa y no podía verlo porque sus propios ojos no se lo permitían. Lo que ahora veía era una mujer ardiendo, su piel brillante, sus labios húmedos y entreabiertos, mordiéndose para no dejar escapar un grito que escandalizara a toda la tienda, veía su sexo abierto, lleno de sí misma, abatido por sus dedos, brillante de su propia humedad.

El orgasmo llegaba, lo notaba, se acercaba golpeando su espalda, bajando por su espina dorsal, echándola contra la pared, mientras ella movía sus dedos más y más dentro, girándolos, clavándose con furia animal en su sexo.

- Voy a correrme, amor...

- Sí, hazlo, hazlo conmigo, yo también voy a correrme mi niña...

Y lo hizo; se corrió con tal violencia que estuvo a punto de caer al suelo. Sólo pudo apoyarse contra la pared, dejar caer el teléfono y tapar su boca para no gritar, para no dejar escapar el rugido de placer que se fraguaba dentro de ella. Se sentó en el taburete, mientras sus piernas temblaban y su sexo lo hacía al ritmo de su corazón, despiadado, animal, salvaje...

Recogió su ropa lentamente y se vistió. Salió del probador, sin importarle que se dieran cuenta de algo, sin preocuparse del olor que había dejado atrás. Sólo le importaba que todos los hombres la miraban, deseosos de su carne, prendados de la belleza que salía por sus poros.

Ahora la veían bella, porque ahora se veía bella.

martes, 12 de diciembre de 2006

Ausencia...

Querid@ mi@:

Te echo de menos, y lo sabes. Me falta la morfina de tus palabras, la suave sensualidad de tu pelo azotándome, el pinchazo de tus ojos mirándome, inquisitivos, el jugueteo de tus labios al hablarme, ese suave mordisco que te das en los labios de vez en cuando para ponerme nervios@.

Me faltas, y desde que no estás no puedo escribir. La inspiración te la llevaste en la maleta, entre tu ropa interior; sin ella, me encuentro desnud@, porque las palabras son las que me visten, las letras son las que hacen de mí quien soy.

Aunque no estés, te tengo; te guardo en la memoria, cada recoveco de tu cuerpo, los vistos y los imaginados, los reales y los visionarios, y con ellos me evado.

Me hundo en la neblina de mi baño, envuelt@ en el vapor que emana de la bañera; allí soy más yo, y me separo de mi carne, y rasgo el tiempo y el espacio, y ya no estoy sol@, sino a tu lado. Y acaricio mi cuerpo,
despacio, mis manos invadidas por tus manos, mi piel esclava de la tuya, y ya no me toco, me tocas tú.

Y dejo que el placer me inunde, que las caricias me transporten por encima de todo y de todos, para ser tu esclav@, para que hagas de mí lo que desees, para que me asesines con tus dedos, para que dispares con tu boca proyectiles que abrirán mi carne, dejando al descubierto mis entrañas, tus entrañas.

Y con los ojos cerrados susurro tu nombre, bajito, esperando que lo oigas y que no pares de acariciarme, que no ceses de tocarme como sé que sabes hacerlo. Mi espalda se curva, y el agua caliente fluye a mi alrededor, y la bañera ya no es metal, es tu cuerpo que me rodea por completo, desgranado en millones de partes.

Y el orgasmo me golpea en la espalda, los riñones, las caderas, me hace estremecer; el agua salpica en mil direcciones distintas, en un sunami cálido, hirviente...

El vapor se va, desaparece, y de nuevo estoy sol@... Un día menos para no echarte de menos...

martes, 5 de diciembre de 2006

Otra fantasía

La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la escasa luz que entraba atravesando las cortinas. La silueta de tu amante se recortaba contra la pared; parecía que te miraba, allí de pie, fumando, observándote.

- Voy a vendarte los ojos.

Asentiste; cuando estabas con él, te dejabas hacer; habías aprendido a confiar en él, a dejarte llevar, porque siempre sus fantasías acababan de forma placentera, agotadoras pero llenas de placer. Así que cogiste el pañuelo de seda de la mesita de
noche, y lo anudaste en tu nuca. Todo se convirtió en oscuridad; el corazón te latía a mil por hora, sin saber que pasaría, que nuevas historias ocurrirían hoy, que sorpresas te tendría preparadas tu amante.

Lo oiste acercarse, despacio, paso a paso; la ansiedad se adueñaba de ti, deseosa de tenerlo a tu lado, de sentirlo junto a tí, y sobre todo, ansiosa porque se acabara aquella incertidumbre. Notaste como acercaba su boca a la tuya, y entreabriste
los labios; él solo paseaba sus labios sobre los tuyos, acariciando tu boca con la suya, dibujando con su lengua el contorno de tu sonrisa. Sus manos te acariciaban el pelo, suave y dulcemente, alborotando tu melena, para pasar a desabrochar la cremallera de tu vestido, que cayó sobre la cama. Te sorprendía siempre la habilidad que tenía para desnudarte en pocos segundos, como si quisiera verte detenidamente, examinarte, antes de acercarse a tí. Sus dedos deslizaron los tirantes de tu camisón de seda negra, dejando al descubierto tus pechos, ya duros, tiesos, espectantes, aguardando el siguiente paso de tu amante.

Lo notaste colocarse tras de ti, besando tu nuca, sintiendo su aliento cálido en tu piel, mientras sus manos se paseaban por tus caderas, ascendiendo a tus pechos, tomándolos los dos a la par, acariciándolos suavemente, pasando las palmas de las manos por los pezones. rozándolos sólo, casi sin tocarlos. Tu boca se abría, dejando escapar un susurro, un pequeño gemido, el primero de miles que llegarían después. Tu amante paseaba su boca por tu nuca, deslizándose por el cuello, los hombros, el principio de la espalda. Lo sentias bajar, deslizándose por tu columna, despacio, vértebra a vértebra, dibujando con su lengua un camino trazado con saliva. Suavemente, sus manos te empujaron, hasta ponerte de rodillas sobre la cama, la cabeza hacia delante, dejando al descubierto tu sexo y tu trasero, abiertos, hermosos y cálidos, prometedores de momentos de placer sin fin. Su lengua no paraba de viajar por tu espalda, bajando sin parar, hasta llegar a tus cachetes; se desplazaba lentamente, acompañando su dibujo con algún pequeño mordisco, con la punta de los dientes.

Sin avisar, sin previo aviso, su lengua se adentró entre tus cachetes, deslizándose entre ellos, lamiendo con avidez, hasta llegar a tu culo; pasó su lengua una y otra vez, y tu culo, al notarlo, se abría y cerraba, además de volverte loca. Despacio, introdujo la punta de su lengua, moviéndola en círculos, entrando y saliendo, sin prisa pero sin parar ni un instante. De nuevo, un cambio en sus movimientos, para pasar a tu sexo, deslizándose entre los labios como una pequeña serpiente, reptando hacia tu clitoris. Lo atrapó, haciendolo tililar con la punta de la lengua, como un pequeño cascabel. De nuevo, su lengua volvió atras, repitiendo los pasos, de nuevo delante, en un viaje de ida y vuelta que te arrancaba gemidos, susurros. Abrias tus piernas cada vez más, esperando que entrara en tí, que te penetrara como y cuando fuera, pero que lo necesitabas dentro.

De pronto, todo paró. Nada. Ni rastro de su boca, ni de sus dedos, absolutamente nada. Sólo un pequeño zumbido, casi imperceptible, pero que llamó tu atención. Notaste algo cerca de la boca, moviendose por tu pecho, pasando por la espalda,
algo que vibraba, con un tacto parecido al plástico, pero no era frío. Él lo pasaba por tu espalda, y fue bajándolo lentamente, hasta pasarlo por tu culo. La vibracion te daba placer, y querias tenerlo dentro, pero él jugaba contigo; lo paseaba de tu culo a tu sexo, de tu sexo a tu culo, haciendote sufrir, haciéndote desear. Arqueabas la espalda hacia abajo, abriéndote aún más, ofreciéndoselo todo, rogándole que entrara en tí, pero él sólo sonreia, divertido, admirado ante el espectáculo que tenía ante los ojos. Ya no podias más; cada vez que lo pasaba apretabas tu cuerpo contra él, esperando que entrara, meterlo dentro de tí, pero él lo manejaba de manera que eso no ocurriera, al menos hasta que él quisiera.

Y sin previo aviso, él decidío que era el momento. Apoyó sus manos en tu cintura, y lo mismo que hacía antes con aquel objeto, lo hacía ahora con su sexo; lo paseaba entre tus nalgas, bajando hasta tu sexo, abriéndose paso entre tus labios, empapándose de tu humedad, llevándola hacia atrás para lubricarte. Una vez tras otra, sin descanso, en una dulce tortura que no querias que acabar jamás. De repente, de nuevo aquel objeto, pero ahora no se limitaba a pasearse, ahora entraba despacio en tu culo, muy despacio, lentamente, mientras el sexo de tu amante entraba en el tuyo. Sin advertirlo, se encontraba llena, por delante y por detras, estaba siendo penetrada a la vez por los dos sitios, y el placer era el doble, más del doble, aumentaba sin parar, una cascada de placer, un orgasmo tras otro, mientras tu amante no paraba de entrar y salir de ti, manejando aquel artilugio, adecuando los movimientos de su sexo y del aparato para volverte aún más loca.

Gritabas, pedías más, más dentro, más rapido, y tus peticiones eran oidas; aceleraba, apretaba más fuerte, entraba más dentro de tí, te llenaba. Cambiaba de lugar, penetrándote por detrás y usando el aparato en tu sexo; era una locura sentirse así, y a ciegas, sin poder ver nada, pero no importaba nada, solo notar la llegada de los orgasmos uno tras otro, empapando tus muslos, mientras él seguia embistiendo, apretándose contra tu cuerpo, mojándote con el sudor que le envolvía. Perdiste la
cuenta de las veces que te corriste, y además no importaba, sólo querías que no terminara jamás, nunca, que no parara...

Llegaba, ahora llegaba su orgasmo; notaste como su sexo vibraba dentro de ti, aumentaba un poco más, y aceleraba sus movimientos, apretando más aún, entrando más dentro, más rápido, en una locura infinita de gemidos y jadeos. Cuando se
corrió, notaste como su esperma te inundaba por dentro, caliente, muy caliente, y tu amante se derrumbó en tu espalda, exhaustos los dos. Rodasteis por la cama, abrazados el uno al otro, felices a pesar del cansancio, con el punto de tristeza
que da saber que era el momento de separarse. Pero la separación solo era el preámbulo para una nueva cita, una fantasía más...

viernes, 1 de diciembre de 2006

Sólo un café

Sólo un café. Era una promesa. Sólo tomariamos un café, nos conoceríamos, charlaríamos de nuestras cosas, como hacíamos a diario, y nada más. Esa eran las reglas. Así que cuando nos levantamos de la mesa de la cafetería, y nos encaminábamos hacia el ascensor del centro comercial, esperaba que aquello fuera el fín de la cita, al menos de esa cita.
Habíamos charlado animadamente, como lo hacíamos siempre; quizás nos costó romper el hielo, eso de verse las caras de cerca no es lo mismo que a traves de una webcam, pero al poco rato se nos olvidó, y volvimos a reirnos, cada uno con las tonterias del otro, como dos amigos que se conocen desde los primeros juegos de patio de colegio.
La puerta del ascensor se cerró; me daba un poco de vértigo, porque aquel maldito artilugio tenía las paredes de cristal, y allá adonde mirara, sólo podía ver el vacío que me separaba del suelo. Así que, para poder controlarme, clavé mis ojos en los de ella.
- ¿Por qué me miras así?
- Es que tengo vértigo, y me da un poco de miedo este ascensor...
- Pues habérmelo dicho antes y...
No pudo terminar la frase. En un segundo, todo el centro comercial quedó a oscuras, y el ascensor parado, entre la segunda y tercera planta. El corazón ya me latía a demasiadas pulsaciones, y las manos empezaban a sudarme, agitado por los nervios.
- Oh, joder...
- No te preocupes - me dijiste - seguro que esto es un pequeño apagón, y la luz vuelve en un ratito.
- Ya, sí, seguro...
- Además, estoy segura de que lo has hecho a posta para quedarte más rato conmigo, jaja.
Agradecía que te tomaras aquello a broma, intentando calmarme. Poco a poco, me fui serenando y recobrando la tranquilidad, sin duda, gracias a tí.
- Bueno, ¿y ahora qué? - me preguntaste.
- Pues no sé, supongo que esperar, ¿no?
- Si, claro, que remedio nos queda.
En ese momento supe que era mi última oportunidad; quizás no volviera a verla, quizás no querría volver a verme. Pero no podía dejarlo pasar, la pregunta me quemaba en la boca, me ardía en los labios.
- Me gustaría hacerte una pregunta, pero espero que no te enfades.
- Oh, vaya, bueno, hazla, de todas maneras, hemos hablado ya de tantas cosas que no creo que nada pueda molestarme.
- ¿Puedo besarte?
Te quedaste muda, sin saber que responder; tu boca dibujó una O perfecta, redonda; te había dejado descolocada una vez más.
- Lo siento, sabía que no debía habertelo dicho, lo siento, no quería meter la pata, de veras...
Miraste a nuestro alrededor; estábamos a unos 10 metros de altura, rodeados de gente, pero sin que nadie pudiera vernos. Me miraste de nuevo fíjamente, como evaluando las probabilidades.
- Bien, vale, pero sólo un beso.
- Sí, claro, sólo uno.
Me acerqué lentamente, y rodeé tu cintura entre mis brazos, apretándote contra mi cuerpo. No sé, supongo que sería el calor, pero ambos sudábamos. Despacio, arrimé mi boca a la tuya, y con parsimonia, deslicé mis labios sobre los tuyos, mordiéndolos con dulzura, pellizcandolos con la punta de mis dientes. Tu boca se entreabrió, para dejar que tu lengua se enredara con la mía, para que tu saliva se mezclara con la mía, para que pudiera degustar tu aliento. Como dos pequeñas víboras, nuestras lenguas bailaron, se buscaron, huyeron la una de la otra, para volver a encontrarse y luchar, carne con carne, entre nuestras bocas.

Hiciste ademán de despegarte de mí; quizás era un beso demasiado largo, quizás te estaba gustando demasiado. Pero en lugar de cerrar tu boca y alejarte, metiste tus manos bajo mi camisa, acariciando mi espalda, punzando con tus uñas a lo largo de mi columna, apretándome más contra tu cuerpo.
Sorprendido por ello, casi no pude reaccionar; tan sólo te empujé suavemente contra la pared de cristal, para apretarte más, para que notaras mi cuerpo pegado al tuyo, para intentar aprisionarte y no dejarte escapar. Pero no escapabas, ni querías escapar. Ya no había nada ni nadie a nuestro alrededor, sólo tu y yo, y aquellas cuatro paredes que no nos escondían de nadie, pero que eran nuestro propio mundo particular.
Gemíamos en silencio, apretados en uno contra el otro; no tenía ninguna duda que notabas mi erección, pero eso te divertía, y sonreiste, mientras besabas mi cuello y desabrochabas uno a uno los botones de mi camisa. Sonreias divertida, mientras con la mirada observabas si alguien podía vernos. Deslizaste tus labios por mi pecho, mientras tu lengua dejaba el sendero de saliva por el que llegaban mis chispazos de placer. Bajabas con lentitud, torturándome, sin darme pistas de si seguirías o pararías a mitad de camino, como la niña mala que vive dentro de tí.
Pero no paraste; seguiste bajando, y abriste mis pantalones, mientras en tus ojos brillaba una luz, mezcla de lujuria y apetito sin freno. Mi sexo apareció frente a tu cara, duro, palpitante, deseoso de que lo devoraras, de derretirse en tu boca, buscando el calor de tus labios, que lo atraparon con la sabiduría que almacenan las mujeres en el fondo de su alma.
Sentia que me moría, que me arrancabas del lugar en el que estaba, para llevarme muy lejos, fuera de mi cuerpo, mientras mi carne entraba y salía de tu boca; yo no podía más que acariciar tu pelo, apretar tu cabeza y pedir a los dioses que aquello no acabara. Yo quería participar, dejarme llevar por el fuego que me cosumía por dentro, y pagarte con placer el placer.
Te levanté del suelo y me arrodillé ante tí. Levanté el filo de tu falda, para quedarme entre tus muslos, besándolos, lamiéndolos, chupándolos, oliendo el aroma de tu sexo que me llamaba a gritos, pidiendo ser saciado, llenado, devorado. Aparté a un lado el filo de tu tanga, y dejé que mi lengua recorriera tu sexo de punta a punta, dejando que me mojara la cara, buscando tu clítoris con hambre, para atraparlo entre mis labios y chuparlo con frenesí. Tirabas de mi pelo, con fuerza, y gemías, y eso me daba alas para entrar más en tí, para excavar más profundamente, para llegar todo lo dentro que pudiera.
En lo más profundo de mi ser quería ser malvado contigo, jugar con tu placer, con tus ganas de sentirte mujer, así que te dí media vuelta, separando tus nalgas para enterrar entre ellas mi boca, y lamer con delicia tu culo, humedecerlo, penetrarlo suavemente con la punta de mi lengua, convertida en un pequeño falo para tí. No podías más, lo sabía y lo notaba; lo advertía en tus gemidos, en la humedad que mojaba mis dedos, enroscados en tu sexo, en los golpes y movimientos de tu espalda, apretandote contra mí.
Era el momento de entrar en tí, de poseerte, de ser solo uno, un solo ser, una sola carne. Me levanté, y te senté en el reposamanos del ascensor. Rodeaste mi cintura con tus piernas, y me apretaste contra tí con furia, clavando mi sexo en el tuyo de un solo golpe, hasta el fondo. mi sexo era un pistón que se movía con lentitus dentro de tí, saliendo casi totalmente, para de nuevo hundirse en tu crne palpitante. Mis dedos jugaban en tu culo, y lo penetraban; deseaba poseerte, llenarte de mí por cada uno de los poros de tu piel, y lamentaba no tener más manos, más bocas para ofrecerte.
No movíamos acompasados, en un baile, movidos por la música del placer, acelerando y frendando, con fuerza y con lentitud; tus uñas en mi espalda me pedían más, y yo te daba más, te lo daba todo, todo lo que tenía dentro, todo lo que podía darte. Llegaba, se acercaba, lo notamos los dos a la vez, acercándose como un tren expresso, como un caballo desbocado, furioso, dispuesto a explotar dentro de nosotros y hacernos trizas.
Mi sexo explotó dentro de tí, y tu sexo explotó alrededor del mío, levantándonos del suelo, lejos, muy lejos, deshaciendo nuestros cuerpos, desmontándonos, para luego volver a unir nuestras piezas.
Nos separamos, casi sin hablar; no había nada que decir, o quizás no quisimos decir nada. ¿Adios? ¿Hasta la vista? O mejor aún...¿ y ahora qué?