miércoles, 27 de diciembre de 2006

Bella

-No vuelvas a decirme que no te ves guapa.

-Pero es la verdad, no me veo tan bonita como tu dices...

Ella le hablaba al móvil, sintiéndose muy triste. Llevaba horas buscando un vestido para un compromiso, y ninguno le quedaba bien. Se veia fea, estropeada; se acordaba de cuando tenía veinte años, y su figura era la envidia de sus amigas. Ahora, todo eso desapareció, por mucho que él le dijera lo contrario cada día. Su marido tampoco se fijaba en ella, no se sentía deseada; el sexo era un trámite que cumplir, como las facturas de la luz o los recibos del teléfono.

Desde que lo conoció, no paraba de decirle lo bonita que era, lo hermosa que la veía, y ella no le creía. Sí, se sentía adulada, claro que sí, pero no terminaba de creerle. Él le contaba que la deseaba, que se excitaba con solo verla, aunque fuera en una pequeña foto que ella le envió hacia semanas. Pero no podía ser cierto, no podía serlo, porque sus ojos no mentían, y lo que veía no era nada excitante ni maravilloso.

- Dime donde estás ahora, cielo.

- En un centro comercial, buscando un vestido y todo me queda fatal.- Estaba al borde de las lágrimas; todo el paso de la tristeza le cayó de golpe sobre los hombros, sintiéndose la mujer más fea del mundo.

- Mi niña, no estés triste... por favor, no estés triste...

- No puedo remediarlo.

- Sí que puedes; si pudieras verte como te veo yo... ¿tienes alguna tienda cerca?

Ella giró la cabeza, examinando la planta del centro comercial; a pocos metros, una tienda de modas le llamó la atención, con su escaparate para chicas delgadas, de cinturas estrechas y pechos pequeños.

-Sí, hay una aquí al lado.

- Bien - ordenó él - quiero que entres, cojas algo y te metas en un probador.

- Pero, ¿para qué?

- Hazme caso, por favor, hazlo por mí. Cuando lo hayas hecho, vuelve a llamarme. - Y colgó.

Ella se quedó un tanto desorientada. Siempre la sorprendía con algo, pero aquello era demasiado extraño, incluso viniendo de él. Entró en la tienda; se sentía como la madre, no, como la abuela de todas las chicas que entraban y salían de los probadores, como la abuela de las dependientas, ellas, tan monas, tan arregladas, tan delgadas. Y ella, con la anchura de caderas que dan el tener hijos, con los pechos ya algo caidos, y sobre todo, con sus ojeras, con la pesadumbre de su cara, que la hacía parecer mucho más mayor que sus cuarenta y dos años.

Esperó a que uno de los probadores quedara libre, con una falda vaquera en las manos. Todo eso era una locura, ¿qué demonios iba a hacer él? Tampoco podía estar toda la tarde esperando y dando vueltas, así que se dijo que si en un ratito no quedaba ninguno libre...

En ese instante, una de las cortinas se abrió, y del probador salieron dos veinteañeras riendo a carcajadas. Sintió envidia de su felicidad, de la despreocupación hacia el futuro del que hacían gala. Entró en el probador y marcó su número; ojalá no pueda cogerlo, pensó, ojalá esté ocupado y pueda irme a casa, esconderme de los demás...

- Hola, amor... espero que me hicieras caso, y estés en un probador.

- Sí, aqui estoy, aunque no se bien que hago aquí.

- Bien, ahora quiero que te mires al espejo y que me digas que ves.

- Qué voy a ver, una cuarentona estropeada y...

- Shhhh, no digas eso. Lo primero que debes hacer es sonreir, porque seguro que no estás sonriendo... anda preciosa, sonrie, sonrie para mí.

Y ella sonrió; al principio, débilmente, pero luego, recordando sus cosas, sus piropos, sus tonterías, agrandó su sonrisa.

- Mejor, mucho mejor. así te veo yo siempre, ¿sabes? Cuando sonries, te brillan los ojos, y te pones preciosa...

- Anda tonto, que eres un tonto.- Pero eso la hacía sonreir más; incluso, un leve rubor comenzó a teñir sus mejillas de rojo.

- Ahora quiero que te quites la blusa, despacio, mirándote mientras lo haces...

- Desde luego estás loco.

-Sí, pero por tí... hazme caso, mi niña, hazlo.

Y ella desabrochó su blusa, lentamente, botón a botón.

- ¿Y ahora?

- Quítate el sujetador.

- Pero...

- Sin peros, por favor, hazlo por mi, princesa.

Sus manos buscaron a ciegas el cierre del sujetador, dejando al descubierto sus pechos. Ella los miró triste, viendo como la edad y los hijos le habían hecho perder la dureza y altivez de antaño.

- Me encantan tus pechos, lo sabes, ¿verdad? Si estuviera ahí los acariciaría con lentitud, como a tí te gusta. Por eso quiero que lo hagas por mi, que seas mis manos y mis ojos.

- Anda ya, que va, ¿cómo voy a hacer eso, aquí, en un probador?

- Porque yo estoy viendote desde mi despacho, en mi mente, y quiero ser tú, quiero tocarte y verte, amor...

No sabía por qué, pero le hizo caso. Dejó que su mano cayera desde el cuello hacia sus pechos, lentamente, casi sin querer, deslizando sus dedos entre ellos, rodeando sus pezones. A pesar de la situación, o quizás debido a ella, sus aureolas se endurecieron, y su respiración se agitó de forma imperceptible.

- Muy bien, lo haces muy bien... vuelve a mirarte... ahora estás más hermosa aún, te empiezan a brillar los ojos, y tu lengua humedece tus labios.

Era casi increible, pero era como si la pudiera ver. Era cierto; tenía los ojos brillantes, la cara encendida, y la respiración algo acelerada. Un asomo de placer comenzaba a llenar su corazón.

- Bien, ya está bien de juegos...

-No - le interrumpió - esto no acaba más que de empezar. Termina de desnudarte por completo, para mí. Mira el espejo, y seré yo quien está delante tuya, no un trozo de cristal. Soy yo quien te acompaña...

De locos, aquello era de locos, pensaba mientras desabrochaba la falda, una locura, mientras la dejaba colgada de una percha. Pero aquella locura le gustaba, le sacaba de su anodina existencia, y la hacía sentir más viva, más mujer.

- Que hermosa eres, amor... Sigue acariciándote y dime qué haces.

- Ahora paso mi mano sobre mi vientre, y bajo a mis bragas. ¿Sabes? Están un poco húmedas.

- Lo sé, porque yo también lo siento... sigue, no te pares...

- Meto mi mano por dentro de las bragas y me acaricio... es... ohhh, es tan... mmm... quisiera que estuvieras aquí...

- Lo estoy, amor, y te acompaño, yo también me acaricio, mi niña.

Ahora la respiración no era agitada, sino que hablaba casi en susurros, mientras sus dedos paseaban arriba y abajo de su sexo, alrededor de sus labios, mojándose de su humedad, creciente a cada momento. Su clítoris engordaba y crecía, lo notaba duro u lo atrapó entre la yema de sus dedos.

- Ohh, dios, esto es de locos, no sé que hago...

- Mírate, obsérvate, mira lo preciosa que eres...

Ella se miraba en el espejo, veia su sexo hinchado, húmedo y brillante. Veía su cara de placer y lujuria, y eso la ponía aún más. No podia resistir la tentación, y puso su pie encima de una pequeña banqueta, abriendo su sexo, para introducir lentamente, uno, dos, tres dedos, que la llenaban de la carne que necesitaba.

- Oh, amor, dios... te necesito ahora aquí.

- Me tienes ahí, dentro de tí, ahora, no te pares y sigue mirándote... no hables, solo quiero oir tu respiración, amor, solo eso...

Sus dedos aceleraban, entraban y salían con fluidez, y pequeñas gotas de su más delicado néctar comenzaban a resbalar por la cara interna de sus muslos. El olor de su propio sexo empezaba a inundar el probador, y su olor, su visión, la estaba llevando a lugares insospechados, alejados de la realidad.

- Sigue así, amor, eres tan hermosa, eres la más bella flor que jamás ví...

-Mmmm, dios... - No podía articular palabra; el orgasmo se acercaba rápido, brutal, allí, de pié, sola pero acompañada, hermosa, muy hermosa a sus propios ojos; quizás fuera verdad, quizás era hermosa y no podía verlo porque sus propios ojos no se lo permitían. Lo que ahora veía era una mujer ardiendo, su piel brillante, sus labios húmedos y entreabiertos, mordiéndose para no dejar escapar un grito que escandalizara a toda la tienda, veía su sexo abierto, lleno de sí misma, abatido por sus dedos, brillante de su propia humedad.

El orgasmo llegaba, lo notaba, se acercaba golpeando su espalda, bajando por su espina dorsal, echándola contra la pared, mientras ella movía sus dedos más y más dentro, girándolos, clavándose con furia animal en su sexo.

- Voy a correrme, amor...

- Sí, hazlo, hazlo conmigo, yo también voy a correrme mi niña...

Y lo hizo; se corrió con tal violencia que estuvo a punto de caer al suelo. Sólo pudo apoyarse contra la pared, dejar caer el teléfono y tapar su boca para no gritar, para no dejar escapar el rugido de placer que se fraguaba dentro de ella. Se sentó en el taburete, mientras sus piernas temblaban y su sexo lo hacía al ritmo de su corazón, despiadado, animal, salvaje...

Recogió su ropa lentamente y se vistió. Salió del probador, sin importarle que se dieran cuenta de algo, sin preocuparse del olor que había dejado atrás. Sólo le importaba que todos los hombres la miraban, deseosos de su carne, prendados de la belleza que salía por sus poros.

Ahora la veían bella, porque ahora se veía bella.

4 comentarios:

Etèria dijo...

Gran verdad. Aveces olvidamos nuestra propia belleza... ¿Entonces como pretendemos gustar a los demás?

Anónimo dijo...

Gracias querida, eres mi lectora más fiel... Y es cierto, si no te quieres, nadie te querrá... viva el amor propio...
Besos y Susurros

M.G.G. dijo...

Q bonita acción...
Es cierto que no hay mujer fea. Todas las mujeres tenemos una belleza extraordinaria. A veces, hay que ayudar como tú lo has hecho, para que podamos verla.
Feliz 2007

Alba y Alvaro dijo...

Ninguna verdad más absoluta que la belleza vista por los ojos de quien te ama.

Besos desde el agua y Feliz Año Nuevo.